22 de septiembre
SAN MAURICIO Y COMPAÑEROS, Mártires
(Fines del Siglo III)
SAN MAURICIO Y COMPAÑEROS, Mártires
(Fines del Siglo III)
En un primer plano hacia la
derecha nos salen al encuentro los oficiales de la legión Tebea. Destacándose
su figura en el fino gesto de su mano con un dedo en alto, San Mauricio, el
caudillo de la tropa "rebelde". En conversación con él, hablando con
las manos ya que no pueden hacerlo con las palabras, los otros oficiales que
sostuvieran la resistencia: Exuperio, Cándido y Víctor. Un niño,
siempre los pajecillos en sus lienzos, sostiene un yelmo, porque todas las
figuras aparecen destocadas. Y a la derecha del protagonista, un grupo de
cabezas que en este caso hablan con los ojos, atentos al diálogo de sus jefes.
Todo es aquí contenido, sereno,
helénico, salvo en las nerviosas piernas desnudas de estos soldados que parecen
arder. Porque la llama es más bien interior, y el agitarse de los espíritus
está expresado con música de fondo, en ese flamear de la amplia bandera carmesí,
en las lanzas erectas y en el cielo atormentado que los cobija.
Con más intencionalidad en la
escena de la izquierda, disimuladamente descrita en todo su horror de carnicería.
Allí está el tormento como esquivado en su representación somera; pero allí
está a la vez la clave para entender el coloquio de las cuatro figuras
principales y adivinar su heroísmo y santidad.
Aunque la santidad nos la explica
mejor la escena de arriba. Porque Dominico Theotocópuli gusta de establecer
zonas contrapuestas, la terrenal, en que recoge el hecho y anécdota, y la
sobrenatural, donde un coro de ángeles músicos y una pareja de ángeles con
palmas y coronas, aparte de hacer del lienzo un maravilloso poema cromático,
nos dicen que aquellos mílites no son héroes de Homero, sino mártires
cristianos.
En esta obra, que puede
clasificarse entre las mejores del Greco, palpita un poderoso acento
sentimental, si bien, su autor, transido de brisas clásicas, ha querido diluir
la emoción del conjunto, desparramándola en los colores insólitos -azules y
amarillos- nunca vistos en él, y en su opulencia decorativa.
El Cretense, con esta composición
de su primera época española -1582-, quiso ofrecer a Felipe II, que se la
encargaba en 1579 para una de las capillas de El Escorial, una prueba de sus
posibilidades de gran artista, por encima de todos los "manierismos".
Mas el lienzo, dice el padre Sigüenza, "no contentó al monarca", y
no llegó a ser colocado nunca en la capilla, pasando a las salas capitulares,
donde todavía se exhibe. El rey en cierto modo tenía razón, porque el cuadro,
por su asimetría y lo tripartito de la composición, no es devocional, aunque
capte maravillosamente la psicología de los personajes y narre las tres fases
del tema. Lo cierto es que Theotocópuli cobró los 800 ducados del contrato, y
se volvió a Toledo. Nunca Felipe II hizo mejor servicio a la ciudad imperial.
El joven artista encendió ya
entonces la controversia. "Dicen (que el cuadro) es de mucho arte, y que su
autor sabe mucho, y se ven cosas excelentes de su mano", vuelve a anotar el
padre Sigüenza. El artista, para vengarse de sus émulos, firmó su obra en una
hoja de papel que muerde una víbora, alusión patente a los envidiosos.
Si he traído aquí al pintor
cretense es porque ha popularizado con aquel lienzo que no gustó a Felipe II el
martirio de San Mauricio y sus compañeros.
Pues lo que el Greco expresó con
sus pinceles lo narra en una prosa llena de colorido el obispo de Lyón, San
Euquero, muerto a mediados del siglo V. Este Santo es el autor de la "passio"
de San Mauricio y la legión Tebea, donde pretendió recoger las tradiciones
orales "para salvar del olvido las acciones de estos mártires".
Aunque cita testigos de su
relato, ninguno de ellos puede ser contemporáneo, ni siquiera a través de
tercero, de los hechos que narra, por haber transcurrido un hiato de siglo y
medio.
Diocleciano había asociado a su
Imperio a Maximiano Hércules. Ambos, feroces enemigos del nombre cristiano,
decretaron la última y la más terrible de las persecuciones.
Maximiano hubo de acudir a las
Galias para reprimir un intento de sublevación de aquellos pueblos, y entre las
tropas que reunió se encontraba la legión Tebea, procedente de Egipto y toda
compuesta de cristianos. Al ir a incorporarse a su destino, Mauricio, comandante
de dicha legión, visita en Roma al Papa Marcelo, Llegados a Octadura, la actual
Martigny en el Valais, junto a los desfiladeros de los Alpes suizos, Maximiano
ordena un sacrificio a los dioses para impetrar su protección en la campaña
que pensaba emprender.
Los componentes de la legión
Tebea rehúsan sacrificar, apartándose del resto del ejército y yendo a
acampar a Agauna, entre las montañas y el Ródano, no lejos del lado oriental
del lago Lemán.
Maximiano monta en cólera cuando
conoce el motivo de la deserción, dando orden de que los legionarios rebeldes
sean diezmados y pasados a espada. Los sobrevivientes se reafirman en su fe y se
animan a sufrir todos los tormentos antes que renegar de la verdadera religión.
Maximiano, cruel más que una
bestia feroz, ordena diezmar por segunda vez a los soldados cristianos. Mientras
se lleva a cabo la orden imperial, el resto de los tebanos se exhortan
mutuamente a perseverar, sostenidos por sus jefes: Mauricio, a quien el narrador
llama primicerius, o comandante en
jefe de la legión, aunque en la terminología castrense romana no designara tal
nombre esa función; Exuperio, campidoctor
(término equivalente a lo que hoy llamaríamos un oficial de menor graduación)
y Cándido, senator militum, también
oficial. Encendidos con tales exhortaciones de sus jefes y oficiales, los
soldados envían una delegación a Maximiano para exponerle su resolución.
Al describir tales incidentes,
Euquero pone en las bocas de los protagonistas largos discursos, a la manera de
Tito Livio y los historiadores clásicos. Los legionarios tebanos declaran que
no pueden faltar al juramento prestado a Dios. Que obedecerán al emperador
siempre que su fe no se lo impida, y que si determina hacerlos perecer,
renuncian a defenderse, como tampoco lo hicieran sus camaradas, cuya suerte no
temen seguir.
Viéndoles tan obstinados,
Maximiano envía a sus tropas contra ellos, que se dejan degollar como mansos
corderos. Corren arroyos de sangre como jamás se viera en las más cruentas
batallas.
Víctor, veterano licenciado de
otra legión, pasa casualmente por el lugar del suceso, mientras los verdugos
festejaban su crueldad. Inquiere la causa, y al informarse lamenta no haber
podido acompañar a sus hermanos en la fe. Entonces los verdugos le sacrifican
juntamente con los demás.
Según Euquero, toda la legión
Tebea, compuesta de 6.600 soldados, fue pasada por las armas, si bien de entre
tantos mártires sólo se conoce el nombre de Mauricio, Exuperio, Cándido y Víctor.
"Los restantes nombres, que nosotros ignoramos, están inscritos en el
libro de la vida."
De la lectura de la pasión se
destaca un dato incontrovertible: En el siglo V y aun en el IV se daba culto en
Agauna a unos soldados mártires, y esto representa un testimonio de la mayor
importancia.
Las circunstancias del martirio
aparecen ya menos claras, y el sincronismo establecido por Euquero no concuerda
con la historia general que conocemos.
Sitúa el suceso durante la gran
persecución de Maximiano, cuando ya la Galia estaba gobernada por Constancio
Cloro, que no aplicó los decretos persecutorios. Además, resulta improbable
que los soldados martirizados fuesen 6.600, pues ésta era la cifra teórica de
los hombres de una legión, que por aquellas fechas se reducía en la práctica
al millar de combatientes.
Sea lo que fuere de estos
detalles, lo que no cabe dudar es que a finales del siglo III ocurrió en Agauna
un martirio colectivo de soldados cristianos, hecatombe de la que existen casos
parecidos, como los cuarenta mártires de Sebaste.
¿Procedían aquellos soldados de
la Tebaida egipcia? Bien pudiera ser, aunque los legionarios tebanos no
estuvieran normalmente de guarnición en la región del Valais. No veamos en
ellos un puro simbolismo, como si hubieran sido calificados de tebanos por ser
la Tebaida la tierra clásica de santos y ermitaños del primitivo cristianismo.
Acerca de los nombres de los
oficiales que nos ha transmitido Euquero, corresponden perfectamente a soldados
de entonces, y no hay por qué dudar de su autenticidad. Mauricio significa
"negro" (moro), Cándido, "blanco"; Exuperio,
"levantado en alto ", y Víctor, "victorioso".
Ya en el siglo IX la fiesta de
San Mauricio y de sus compañeros mártires de la legio
felix Agaunensis era celebrada en Roma y en toda la cristiandad. Merece
destacarse el hecho de que el ceremonial de la coronación de los emperadores,
compuesto hacia el siglo XI, determina que el Papa corone al emperador en la basílica
de San Pedro, en el altar de San Mauricio, invocando su protección sobre el ejército
"romano y teutónico".
Según refiere el citado Euquero,
fue San Teodoro, obispo del Valais, quien hizo exhumar los restos de los mártires
tebanos, levantando en su honor una pequeña basílica, de la cual se han
encontrado huellas en excavaciones efectuadas en el pasado siglo, corno también
de otros santuarios levantados en aquellos parajes.
El 22 de septiembre del 515
pronunció San Avito, obispo de Viena, una homilía para la inauguración de la
abadía de Agauna, fundada por el piadoso rey Segismundo.
El abad Alteo, pariente de
Carlomagno, hizo levantar una iglesia mayor a fines del siglo VIII, conservada
cuando se construyó otra nueva basílica en el siglo XI.
Los canónigos regulares se
establecieron en Agauna el año 1128, y allí han perdurado siempre. La actual
abadía fue reconstruida en el siglo XVII.
Los mártires de la legión Tebea
fueron venerados por todas partes, y de ellos hay reliquias en infinidad de
iglesias, como Viena del Delfinado, San Cugat del Valles, El Escorial, catedral
de Toledo, etc. En Francia sesenta y dos municipios llevan el nombre de Saint-Maurice.
Hasta las armas de este Santo
fueron objeto de veneración. Carlos Martel quiso servirse de la lanza de San
Mauricio y de su morrión cuando presentó batalla a los sarracenos en Poitiers.
Los duques de Saboya, en cuyo territorio está comprendido el lugar de su
martirio, llevaron siempre el anillo de este Santo como una de las más
preciosas señales de su soberanía.
También hay una orden militar,
fundada en 1434 por Amadeo VIII, primer duque de Saboya, que está encomendada a
San Mauricio, gran protector de esta casa. Carlos Manuel la fundió
posteriormente con la Orden de San Lázaro. La Orden del Toisón de Oro le tiene
igualmente por patrono, lo que explicaría la devoción que le profesaba Felipe
II.
Estos mártires gozaron de oficio
con antífonas propias, de gran belleza musical literaria. He aquí algunas,
aunque pierdan mucho color al ser traducidas:
"La santa legión de los mártires
agaunenses, mientras resistía a los adversarios, merced a la intervención de
San Mauricio, su general, alcanzó el premio de la inmortalidad".
"He aquí cómo por la
intervención de estos santos se ha convertido Agauna en lugar sagrado que sirve
de salud a los presentes y de defensa a los venideros".
En efecto, parece que la historia
ha confirmado el voto de la liturgia, pues en la alta Edad Media la abadía de
Agauna se hizo famosa por la santidad de sus monjes.
CASIMIRO
SÁNCHEZ ALISEDA
*Año
Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.