12 de diciembre
NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE
En diciembre de 1531, diez años después de tomada la ciudad de Méjico por
Cortés, caminando el indito Juan Diego por el rumbo del Tepeyac -colina que
queda al norte de la metrópoli-, oyó que le llamaban dulcemente. Era una
hermosísima Señora, que le habló con palabras de excepcional ternura y deli
cadeza y que le dijo: «Yo soy la siempre virgen Santa María, Madre del
verdadero Dios, por quien se vive", y le pidió que fuera al obispo
(Zumárraga) para contarle cómo ella deseaba que allí se le alzara un templo.
El obispo, con muy católica prudencia, le respondió que pidiera a la Señora
alguna prueba de su mensaje. Obtúvola Juan Diego : unas rosas y otras flores
que en pleno invierno y en la cumbre estéril cortó él por mandato de la
Señora y recogió en su tilma o ayate -suerte de capa de tela burda que, atada
al cuello, usaban los indios más humildes- ; y, al extender ante el obispo
Zumárraga la tilma, cayeron las flores y apareció en ella pintada la imagen
de la Virgen.
Ese mismo ayate es el que se venera en nuestra basílica de Guadalupe. Sus
dos piezas están unidas verticalmente al centro por una tosca costura; lo
menos adecuado y elegible humanamente para pintar una efigie de tan benigna y
encantadora suavidad, que por cierto mal puede apreciarse en las múltiples
copias que corren por el mundo. Lo mejor es, modernamente, la directa
fotografía a colores. Técnicos en esta y otras novísimas especialidades
afines han estudiado con asombro, en nuestros días, la pintura original, como
antaño la estudiaron el célebre Miguel Cabrera o el cauteloso investigador
Bartolache.
Un contemporáneo de las apariciones, don Antonio Valeriano, indio de
noble ascendencia y de relevante categoría intelectual y moral, alumno
fundador del colegio franciscano de Tlalateloco hacia 1533, narra el milagro
según lo conocemos. Su relato, en lengua náhuatl, desígnase -como las
encíclicas- por las palabras conn que empieza: Nicam Mopohua. El
manuscrito autógrafo perteneció a don Fernando de Alba Ixtlixóchitl, pasó
luego a poder del sabio Sigüenza y Góngora -quien da memorable testimonio
jurado de su autenticidad- y fue reproducido en letra de molde por Lasso de
la Vega en 1649, incorporándolo en el volumen náhuatl que conocemos por sus
primeras palabras: Huei Tlamahuizoltica. Este volumen fue traducido en
su integridad al castellano en 1926 por don Primo Feliciano Velázquez y
publicado a doble página -fotocopia de la edición azteca y versión española-
por la Academia Mejicana de Santa María de Guadalupe. Hay nueva edición, de
1953, bajo el título de mi estudio Un radical problema guadalupano, donde
se escudriña con rigor la autenticidad del Nican Mopohua, el más
antiguo relato escrito de la "antigua, constante y universal "
tradición mejicana.
Esta, lejos de oscurecerse o arrumbarse al paso del tiempo, se ha
robustecido con los modernos y exigentes estudios críticos, que, sobre todo a
partir del cuarto centenario (1931), han desvanecido objeciones y confirmado
la historicidad de lo que el pueblo mejicano viene proclamando, desde los
orígenes hasta hoy, con un plebiscito impresionante.
Porque el caso de nuestra Virgen de Guadalupe es singular. En otros
países católicos hay diversas advocaciones de gran devoción -digamos las
Vírgenes del Pilar, o de Covadonga, o de Montserrat en España-, pero que
tienen mayor o menor ímpetu y arraigo según las zonas geográficas o las
inclinaciones personales; mas ninguna de ellas concentra la totalidad de la
nación en unidad indivisible, y ninguna de ellas -como tampoco la de Lourdes,
en Francia, por ejemplo- viene a ser el símbolo indiscutido de la patria. Y
en Méjico así es. A tal punto, que hasta un liberal tan notorio como don
Ignacio Manuel Altamirano llegó a estampar: "El día en que no se
venere a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá
desaparecido no sólo la nacionalidad mejicana, sino hasta el recuerdo de los
moradores de la Méjico actual."
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