SANTO DÍA DE PENTECOSTÉS [*]
La Venida del Espíritu Santo
            
El gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el mundo. "El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha cumplido" [1].
 Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que 
le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, 
consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de 
Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a 
recibir "la plenitud de Dios"  [2]. 
                        
PENTECOSTÉS JUDÍA.
 — En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del 
quincuagésimo día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero 
Pascual, su paso a través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se 
pasaron de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas fue aquel 
en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés (día
 cincuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de 
la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración
 anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también 
Pentecostés era profético: debía haber un segundo Pentecostés para todos
 los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género 
humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos
 sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar 
como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley.
                        
PENTECOSTÉS CRISTIANA.
 — Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La 
primera, sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y 
relámpagos, intimando una ley grabada en dos tablas de piedra; la 
segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha caído aún la maldición, porque
 hasta ahora contiene las primicias del pueblo nuevo sobre el que debe 
ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo Pentecostés, el 
cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los 
corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la 
falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y 
acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego
 abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: "He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!"
 Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la llama eterna e 
increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa 
del Emmanuel. 
                        
En este momento en que el 
recogimiento reina en el Cenáculo, Jerusalén está llena de peregrinos, 
llegados de todas las regiones de la gentilidad, y algo extraño agita a 
estos hombres hasta el fondo de su corazón. Son judíos venidos para la 
fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos los lugares donde Israel ha 
ido a establecer sus sinagogas. Asia, Africa, Roma incluso, suministran 
todo este contingente. Mezclados con los judíos de pura raza, se ve a 
paganos a quienes cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar la 
ley de Moisés y sus prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo 
móvil que ha de dispensarse dentro de pocos dias, y a quienes ha traído a
 Jerusalén sólo el deseo de cumplir la ley, representa,- por la 
diversidad de idiomas, la confusión de Babel; pero los que le componen 
están menos influenciados de orgullo y de prejuicios que los habitantes 
de Judea. Advenedizos de ayer, no han conocido ni rechazado como estos 
últimos al Mesías, ni han blasfemado de sus obras, que daban testimonio 
de él. Si han gritado ante Pilatos con los otros judíos para pedir que 
el Justo sea crucificado, fue por que fueron arrastrados por el 
ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta Jerusalén, hacia la 
cual les había conducido su piedad y docilidad a la ley.