SANTO DÍA DE PENTECOSTÉS [*]
La Venida del Espíritu Santo
El gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el mundo. "El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha cumplido" [1].
Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que
le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo,
consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de
Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a
recibir "la plenitud de Dios" [2].
PENTECOSTÉS JUDÍA.
— En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del
quincuagésimo día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero
Pascual, su paso a través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se
pasaron de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas fue aquel
en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés (día
cincuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de
la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración
anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también
Pentecostés era profético: debía haber un segundo Pentecostés para todos
los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género
humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos
sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar
como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley.
PENTECOSTÉS CRISTIANA.
— Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La
primera, sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y
relámpagos, intimando una ley grabada en dos tablas de piedra; la
segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha caído aún la maldición, porque
hasta ahora contiene las primicias del pueblo nuevo sobre el que debe
ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo Pentecostés, el
cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los
corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la
falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y
acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego
abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: "He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!"
Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la llama eterna e
increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa
del Emmanuel.
En este momento en que el
recogimiento reina en el Cenáculo, Jerusalén está llena de peregrinos,
llegados de todas las regiones de la gentilidad, y algo extraño agita a
estos hombres hasta el fondo de su corazón. Son judíos venidos para la
fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos los lugares donde Israel ha
ido a establecer sus sinagogas. Asia, Africa, Roma incluso, suministran
todo este contingente. Mezclados con los judíos de pura raza, se ve a
paganos a quienes cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar la
ley de Moisés y sus prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo
móvil que ha de dispensarse dentro de pocos dias, y a quienes ha traído a
Jerusalén sólo el deseo de cumplir la ley, representa,- por la
diversidad de idiomas, la confusión de Babel; pero los que le componen
están menos influenciados de orgullo y de prejuicios que los habitantes
de Judea. Advenedizos de ayer, no han conocido ni rechazado como estos
últimos al Mesías, ni han blasfemado de sus obras, que daban testimonio
de él. Si han gritado ante Pilatos con los otros judíos para pedir que
el Justo sea crucificado, fue por que fueron arrastrados por el
ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta Jerusalén, hacia la
cual les había conducido su piedad y docilidad a la ley.
EL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO.
— Pero ha llegado la hora, la hora de Tercia, la hora predestinada por
toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas, concebido
y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del
mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche,
para encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra
eternamente: así el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre
la Tierra el Espíritu Santo que procede de los dos, para cumplir en
ella, hasta el fin de los tiempos, la misión de formar a la Iglesia
esposa y dominio de Cristo, de asistirla y mantenerla y de salvar y
santificar las almas.
De repente se oye un viento
violento que venia del cielo; rugió fuera y llenó el Cenáculo con su
soplo poderoso. Fuera congrega alrededor del edificio que está puesto en
la montaña de Sión una turba de habitantes de Jerusalén y extranjeros;
dentro, lo conmueve todo, agita a los ciento veinte discípulos del
Salvador y muestra que nada le puede resistir. Jesús había dicho de él: "Es un viento que sopla donde quiere y vosotros escucháis resonar su voz" [3];
poder invisible que conmueve hasta los abismos, en las profundidades
del mar, y lanza las olas hasta las nubes. En adelante este viento
recorrerá la tierra en todos los sentidos, y nada puede sustraerse a su
dominio.
LAS LENGUAS DE FUEGO.
— Sin embargo, la santa asamblea que estaba completamente absorta en el
éxtasis de la espera, conservó la misma actitud. Pasiva al esfuerzo del
divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que una
preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una
llamada para los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende
por el interior del edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, "que arde sin quemar, que luce sin consumir" [4];
unas llamas en forma de lenguas de fuego se colocan sobre la cabeza de
cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el Espíritu divino que toma
posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros. La Iglesia ya no
está sólo en María; está también en los ciento veinte discípulos. Todos
ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos; se ha
comenzado su reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.
Pero admiremos el símbolo
con que se obra esta revolución. El que no ha mucho se mostró en el
Jordán en la hermosa forma de una paloma aparece ahora en la de fuego.
En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la
dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego. Ahora, pues,
que el mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y
este incendio no se apagará nunca. ¿Y por qué la forma de lenguas, sino
porque la palabra será el medio de propaganda de este incendio divino?
Estos ciento veinte discípulos hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y
Redentor de todos, del Espíritu Santo que remueve las almas y del Padre
celestial que las ama y las adopta; y su palabra será acogida por un
gran número. Todos los que la reciban estarán unidos en una misma fe, y
la reunión que formen se llamará Iglesia católica, universal, difundida
por todos los tiempos y por todos los lugares. Jesús había dicho: "Id, enseñad a todas las naciones."
El Espíritu trae del cielo a la tierra la lengua que hará resonar esta
palabra y el amor de Dios y de los hombres que la ha de inspirar. Esta
lengua y este amor se han difundido en los hombres, y con la ayuda del
Espíritu, estos mismos hombres la transmitirán a otros hasta el fin de
los siglos.
DON DE LENGUAS.
— Sin embargo, parece que un obstáculo sale al paso a esta misión.
Desde Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo
no se entiende en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento
de conquista de tantas naciones y cómo puede reunir en una familia
tantas razas que se desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo
ha previsto. En esa embriaguez sagrada que inspira a los ciento veinte
discípulos les ha conferido el don de entender toda lengua y de hacerse
entender ellos mismos. En este mismo instante, en un transporte sublime,
tratan de hablar todos los idiomas de la tierra, y la lengua, como su
oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con deleite a esta plenitud
de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión de los hombres
entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la separación de
Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de idioma.
¡Cuán hermosa apareces,
Iglesia de Dios, al hacerte sensible por la acción divina del Espíritu
Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos recuerdas el magnífico
espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje humano no hablaba más
que una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará al día de
Pentecostés, ni se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece en
este momento. Después de la predicación de los Apóstoles se irá
extinguiendo, por no ser necesaria, la forma primera del prodigio; pero
tú no cesarás de hablar todas las lenguas hasta el fin de los siglos,
porque no te verás limitada a los confines de una sola nación, sino que
habitarás todo el mundo. En todas partes se oirá confesar, una misma fe
en las diversas lenguas de cada nación, y de este modo el milagro de
Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los
siglos y será una de tus características principales. Por esto, San
Agustín, hablando a los fieles, dice estas admirables palabras: "La
Iglesia, extendida por todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué
es la Iglesia sino el cuerpo de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de
vosotros es un miembro. Si, pues, formáis parte de un miembro que habla
todas las lenguas, vosotros también podéis consideraros como
participantes en este don"[5].
Durante los siglos de fe, la Iglesia, única fuente del verdadero
progreso de la humanidad, hizo aún más: llegó a reunir en una sola
lengua los pueblos que había conquistado. La lengua latina fue durante largo tiempo el lazo de unión del mundo civilizado.
A pesar de las distancias, se la podían confiar todas las relaciones
existentes entre los diversos pueblos, las comunicaciones de la ciencia y
aun los negocios de los particulares; nadie de los que hablaban esta lengua se consideraba extranjero en todo el Occidente.
La herejía del siglo XVI emancipó a las naciones de este bien como de
tantos otros, Europa, dividida durante largo tiempo, busca, sin
encontrarlo, este centro común que únicamente la Iglesia y su lengua
podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas puertas aún no se han
abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en él hace el
Espíritu de Dios.
MARÍA EN EL CENÁCULO. — Nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más que nunca, "la llena de gracia".
Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su
concepción inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en
ella la presencia del Verbo encarnado durante los nueve meses que le
llevó en su seno, después de los socorros especiales que recibió para
obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la Redención, después de
los favores con que Jesús la enriqueció, después de la gloria de la
Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con que
podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los
planes eternos de Dios.
Todo lo contrario. Una nueva
misión comienza ahora para María: en este momento nace de ella la
Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas
obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha
dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales este
su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia de
nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por
ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este
mundo! Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera "Madre de los vivientes", un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.
El fue quien la fecundó en
otro tiempo para que fuese la madre del Hijo de Dios; en este momento la
hace Madre de los cristianos. "El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo" [6]; el Espíritu de amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: "Mujer, he ahí a tu Hijo";
ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa
esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la
acompañará aún sobre su trono de reina hasta que la Iglesia se haya
desarrollado suficientemente y ella pueda abandonar esta tierra, subir
al cielo y ceñir la diadema esperada.
Contemplemos la nueva belleza
que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda
maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el
Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se
enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la
cual ha quedado sobre la tierra. La gracia apostólica ha descendido
sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en
predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, les guiará y les
consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al
oído de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia aquella
a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa,
dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará
triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá
Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
LOS APÓSTOLES.
— Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué ha sucedido después de
la venida del Espíritu Santo a estos hombres a quienes encontrábamos ya
tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante
cuarenta días con su Maestro? ¿No sentís que han sido transformados, que
un ardor divino les arrebata y que dentro de breves instantes se
lanzarán a la conquista del mundo? Ya se ha cumplido en ellos todo lo
que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos
el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que
temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su
resurrección? La verdad que les ha predicado su maestro aparece clara a
su inteligencia; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha
infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar
esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante están
dispuestos a afrontar todos los peligros predicando a todas las naciones
el nombre y la gloria de Cristo, como él se lo había mandado.
LOS DISCÍPULOS.
— En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta
visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados
como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el
mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres
también ha sentido la venida de Dios manifestada bajo la forma de
fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las
condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con
nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará
elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.
LOS JUDÍOS. —
La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del
Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en
lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente les obliga a rodear
esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer.
Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede
contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico
se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una
multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el
Dios de Israel.
Pero he aquí que esa multitud
compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a
galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en
palabras inarticuladas y confusas y cada uno les oye hablar en su propio
idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia.
La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones
representadas en esta multitud. Esta Iglesia será una; porque Dios ha
roto las barreras que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a
las naciones. He aquí los mensajeros de Cristo; están dispuestos para
ir a predicar el evangelio por todo el mundo.
Entre los de la turba hay
algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez
divina que ven en los Apóstoles: "Estos hombres, dicen, se han saturado de vino."
Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar a las
luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de
hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su
embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu
que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que
proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero
quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor
que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya
antes de subir al cielo le había designado: será Pedro, el fundamento de
la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud le vea y le escuche; va
a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor.
Escuchemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal
instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas
las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una
lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país que sean.
Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y
divinidad de la nueva ley.
EL DISCURSO DE PEDRO. — "Varones
judíos, exclamó, y habitantes todos de Jerusalén, oíd y prestad
atención a mis palabras. No están éstos borrachos, como vosotros
suponéis, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el profeta
Joél: "Y sucederá en los últimos días, dice, el Señor, que derramaré mi
Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras
hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán
sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y
profetizarán." Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de
Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y
señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos
sabéis, a éste, entregado según los designios de la presciencia de
Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de infieles.
Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no
era posible que fuese dominado por ella, pues David dice de El: "Mi
carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que tu Santo
experimente la corrupción del sepulcro." David no hablaba de sí propio,
puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba
la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su
carne ha conocido la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios, de lo
cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y
recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda
la tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto
hijos de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien
vosotros habéis crucificado"[7] .
Así concluyó la promulgación
de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las
gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las
sombras del antiguo y que realizaba en este gran dia las divinas
realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacía con un milagro.
Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo,
de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu
Santo, y como prueba alega el prodigio inaudito que sus oyentes tienen
ante sus ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del
Cenáculo.
LAS PRIMERAS CONVERSIONES.
— El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud continúa su obra,
fecundando con su acción divina el corazón de aquellos predestinados. La
fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del Sinaí que
se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y un
Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor
por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión
acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y
sus compañeros: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?" ¡Admirable
disposición para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme
de conformar sus obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: "Haced
penitencia, les dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, y
también vosotros participaréis de los dones del Espíritu Santo. A
vosotros se os hizo la promesa y también a los gentiles; en una palabra:
a todos aquellos a quienes llama el Señor."
Con cada una de las palabras
del nuevo Moisés se va borrando el antiguo Pentecostés, y el Pentecostés
cristiano brilla cada vez con una luz más espléndida. El reino del
Espíritu Santo se ha inaugurado en Jerusalén ante el templo que está
condenado a derrumbarse sobre sí mismo. Pedro habló más; pero el libro
de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el
último llamamiento a la salvación: "Salvaos, hijos de Israel, salvaos de esta generación perversa."
En efecto, tenían que romper
con los suyos, merecer por el sacrificio la gracia del nuevo
Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la Iglesia. Más de una lucha
tuvieron que soportar en sus corazones; pero el triunfo del Espíritu
Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas se declararon
discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina
adopción. ¡Oh Iglesia del Dios vivo, qué hermosos son tus progresos con
el soplo del Espíritu divino! En primer lugar has residido en la
inmaculada Virgen María, la llena de gracia y Madre de Dios; tu segundo
paso te dota de ciento veinte discípulos, y he aquí que en el tercero
son tres mil los elegidos, nuestros padres en la fe, abandonarán pronto
Jerusalén, que, cuando vayan a sus países, serán las primicias del nuevo
pueblo Mañana hablará Pedro en el mismo templo y a su voz se
proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas. Salve, oh
Iglesia de Cristo, la noble última y creación del Espíritu Santo, que
militas aquí en la tierra, al mismo tiempo que triunfas en el cielo.
¡Oh Pentecostés, día sagrado
de nuestro nacimiento, tú abres con gloria la serie de siglos que
recorrerá la Esposa de Cristo! Tú nos comunicas el Espíritu de Dios que
viene a escribir la ley que regirá a los discípulos de Jesús, no sobre
la piedra, sino sobre los corazones. ¡Oh Pentecostés promulgado en
Jerusalén!, pero qué pronto extenderás tus beneficios a los pueblos de
la gentilidad, tú vienes a cumplir las esperanzas que despertó en
nosotros el misterio de Epifanía. Los magos venían de Oriente y nosotros
les seguimos a la cuna del Niño Jesús, pero sabíamos que también
llegaría nuestro día. Tu gracia, Espíritu Santo, los había empujado
hacia Belén; pero en este Pentecostés que proclama tu imperio con tanta
energía, tú nos llamas a todos; la estrella se ha transformado en
lenguas de fuego y la faz de la tierra se renovará. Haz que nuestro
corazón conserve los dones que nos has traído, estos dones que nos han
destinado el Padre y el Hijo que te enviaron.
EL MISTERIO DE PENTECOSTÉS.
— No es extraño que la Iglesia haya dado tanta importancia al misterio
de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia de que goza en la
economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre por la
victoria de Cristo; en Pentecostés el Espíritu Santo toma posesión del
hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario. Por una
parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo al Hombre-Dios
vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios
Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.
Este envío no podía realizarse antes de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan [8],
y numerosas razones alegadas por los Santos Padres nos ayudan a
comprenderlo. El Hijo de quien, en unión con el Padre, procede el
Espíritu Santo en la esencia divina, debía enviar personalmente también a
este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión exterior de una de las
divinas personas no es más que la consecuencia y manifestación de la
producción misteriosa y eterna que se efectúa en el seno de la
divinidad. Así, pues, al Padre no le envían ni el Hijo ni el Espíritu
Santo, porque no procede de ellos. Al Hijo le envía el Padre, porque
éste le engendra desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al
Espíritu Santo, porque éste procede de ambos. Pero, para que la misión
del Espíritu Santo sirviese para dar mayor gloria al Hijo, no podía
realizarse antes de la entronización del Verbo encarnado en la diestra
de Dios; además era en extremo glorioso para la naturaleza humana que,
en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente
unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que
se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo
sobre la tierra.
No se debía dar esta augusta
misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de
los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era necesario que
los ojos y el corazón de los fieles siguiesen al divino ausente con un
amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al
Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto
que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este
Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras "el don de Dios"; éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sícar: "Si conocieses el don Dios"[9]
Aún no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por
algunos dones parciales. A partir de este momento una inundación de
fuego cubre toda la tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos
los lugares. Nosotros conocemos el don de Dios; no tenemos más que
aceptarle y abrirle las puertas de nuestro corazón para que penetre como
en el corazón de los tres mil que se han convertido por el sermón de
San Pedro.
Considerad en qué época del
año viene el Espíritu Santo a tomar posesión de su reino. Hemos visto
cómo el Sol de justicia se levantaba tímidamente de entre las tinieblas
del solsticio de invierno para llegar lentamente a su cénit. En un
sublime contraste, el Espíritu del Padre y del Hijo busca otras
armonías. Es fuego y fuego que consume; por eso aparece en el mundo
cuando el sol brilla con todo su esplendor, cuando este astro contempla
cubierta de flores y de frutos a la tierra que acaricia con sus rayos.
Acojamos el calor
vivificante del Espíritu de Dios y pidámosle que su calor no se extinga
en nosotros. En este momento del Año Litúrgico estamos en plena posesión
de la verdad por el Verbo encarnado; procuremos conservar fielmente el
amor que nos trae el Espíritu Santo.
[*] "El
Año Litúrgico" de DOM PROSPERO GUERANGUER ABAD DE SOLESMES, PRIMERA
EDICION ESPAÑOLA TRADUCIDA Y ADAPTADA PARA LOS PAISES HISPANO-AMERICANOS
POR LOS MONJES DE SANTO DOMINGO DE SILOS 1954 EDITORIAL ALDECOA DIEGO
DE SILOS, 18 BURGOS
[1] Act., II, 1.
[2] Véase Mística del tiempo Pascual, p. 24.
[3] I s. Juan,
[4] Responso del Jueves de Pentecostés.
[5] Tract.j 22, sup. S. Juan.
[6] Ps., XLV.
[7] Act.j II, 14-36.