22 de enero
SAN VICENTE de ZARAGOZA,(*)
Mártir
(304)
San Valerio, obispo de Zaragoza,
instruyó en las ciencias sagradas y en la piedad cristiana a este glorioso mártir.
El mismo obispo le ordenó diácono para que formara parte de su séquito, y le
encargó de instruir y predicar al pueblo, a pesar de que era todavía muy
joven. El cruel perseguidor Daciano era entonces gobernador de España. El año
303, los emperadores Diocleciano y Maximiano publicaron su segundo y tercer
edicto contra el clero, y al año siguiente lo hicieron extensivo a los laicos.
Parece que poco antes de la publicación de dichos decretos, Daciano hizo
ejecutar a los dieciocho mártires de Zaragoza, de los que hacen mención
Prudencio y el Martirologio Romano (16 de enero), y arrestó a Valerio y a
Vicente. Estos dos mártires fueron poco después trasladados a Valencia, donde
el gobernador les dejó largo tiempo en la prisión, sufriendo hambre y otras
torturas. El procónsul esperaba que esto debilitaría la constancia de los
testigos de Cristo. Sin embargo, cuando comparecieron ante él, no pudo menos de
sorprenderse al verles tan intrépidos y vigorosos, y aun castigó a los
soldados por no haberles tratado con el rigor que él había ordenado. El procónsul
empleó amenazas y promesas para lograr que los prisioneros ofrecieran
sacrificios a los dioses. Como Valerio, que tenía un impedimento de la lengua,
no pudiese responder, Vicente le dijo: "Padre, si me lo ordenas yo hablaré".
"Hijo mío -le contestó Valerio-, yo te he confiado ya la dispensación de
la divina palabra, y ahora te pido que respondas en defensa de la fe por la que
sufrimos". El diácono informó entonces al juez que estaban dispuestos a
sufrirlo todo por Dios y que no se doblegarían, ni ante las amenazas, ni ante
las promesas. Daciano se contentó con desterrar a Valerio, pero decidió hacer
flaquear a Vicente valiéndose de todas las torturas que su cruel temperamento
podía imaginar. San Agustin nos asegura que Vicente sufrió torturas que ningún
hombre hubiera podido resistir sin la ayuda de la gracia, y que, en medio de
ellas, conservó una paz y tranquilidad que sorprendió a los mismos verdugos.
La rabia del procónsul se manifestaba en el rictus de su boca, en el fuego de
sus ojos y en la inseguridad de su voz.