jueves, 26 de diciembre de 2024

Nacimiento de Jesús según las visiones y revelaciones de la Beata Ana Catalina Emmerich


XLIII
José y María se refugian en la gruta de Belén

Era bastante tarde cuando José y María llegaron hasta la boca de la gruta. La borriquilla, que desde la entrada de la Sagrada Familia en la casa paterna de José había desaparecido corriendo en torno de la ciudad, corrió entonces a su encuentro y se puso a brincar alegremente cerca de ellos. Viendo esto la Virgen, dijo a José: "¿Ves? seguramente es la voluntad de Dios que entremos aquí".

José condujo el asno bajo el alero, delante de la gruta; preparó un asiento para María, la cual se sentó mientras él hacía un poco de luz y penetraba en la gruta. La entrada estaba un tanto obstruida por atados de paja y esteras apoyadas contra las paredes. También dentro de la gruta había diversos objetos que dificultaban el paso. José la despejó, preparando un sitio cómodo para María, por el lado del Oriente. Colgó de la pared una lámpara encendida e hizo entrar a María, la cual se acostó sobre el lecho que José le había preparado con colchas y envoltorios.


José le pidió humildemente perdón por no haber podido encontrar algo mejor que este refugio tan impropio; pero María, en su interior, se sentía feliz, llena de santa alegría. Cuando estuvo instalada María, José salió con una bota de cuero y fue detrás de la colina, a la pradera, donde corría una fuente y llenándola de agua volvió a la gruta. Más tarde fue a la ciudad, donde consiguió pequeños recipientes y un poco de carbón. Como se aproximaba la fiesta del sábado y eran numerosos los forasteros que habían entrado en la ciudad, se instalaron mesas en las esquinas de algunas calles con los alimentos más indispensables para la venta. Creo que había personas que no eran judías. José volvió trayendo carbones encendidos en una caja enrejada; los puso a la entrada de la gruta y encendió fuego con un manojito de astillas; preparó la comida, que consistió en panecillos y frutas cocidas.

Después de haber comido y rezado, José preparó un lecho para María Santísima. Sobre una capa de juncos tendió una colcha semejante a las que yo había visto en la casa de Ana y puso otra arrollada por cabecera. Luego metió al asno y lo ató en un sitio donde no podía incomodar; tapó las aberturas de la bóveda por donde entraba aire y dispuso en la entrada un lugarcito para su propio descanso.

Cuando empezó el sábado, José se acercó a María, bajo la lámpara, y recitó con ella las oraciones correspondientes; después salió a la ciudad. María se envolvió en sus ropas para el descanso. Durante la ausencia de José la vi rezando de rodillas. Luego se tendió a dormir, echándose de lado. Su cabeza descansaba sobre un brazo, encima de la almohada. José regresó tarde. Rezó una vez más y se tendió humildemente en su lecho a la entrada de la gruta.

María pasó la fiesta del sábado rezando en la gruta, meditando con gran concentración. José salió varias veces: probablemente fue a la sinagoga de Belén. Los vi comiendo alimentos preparados días antes y rezando juntos. Por la tarde, cuando los judíos suelen hacer su paseo del sábado, José condujo a María a la gruta de Maraha, nodriza de Abrahán. Allí se quedó algún tiempo. Esta gruta era más espaciosa que la del pesebre y José dispuso allí otro asiento. También estuvo bajo el árbol cercano, orando y meditando, hasta que terminó el sábado.

José la volvió a llevar, porque María le dijo que el nacimiento tendría lugar aquel mismo día a medianoche, cuando se cumplían los nueve meses transcurridos desde la salutación del ángel del Señor. María le había pedido que lo tuviera dispuesto todo, de modo que pudiesen honrar en la mejor forma posible la entrada al mundo del Niño prometido por Dios y concebido en forma sobrenatural. Pidió también a José que rezara con ella por las gentes que, a causa de la dureza de sus corazones, no habían querido darles hospitalidad. José le ofreció traer de Belén a dos piadosas mujeres, que conocía; pero María le dijo que no tenía necesidad del socorro de nadie.

En cuanto se puso el sol, antes de terminar el sábado, José volvió a Belén, donde compró los objetos más necesarios: una escudilla, una mesita baja, frutas secas y pasas de uva, volviendo con todo esto a la gruta. Fue a la gruta de Maraha y llevó a María a la gruta del pesebre, donde María se sentó sobre sus colchas, mientras José preparaba la comida. Comieron y rezaron juntos.

Hizo José una separación entre el lugar para dormir y el resto de la gruta, ayudándose de unas pértigas de las cuales suspendió algunas esteras que se encontraban allí. Dio de comer al asno que estaba a la izquierda de la entrada, atado a la pared. Llenó el comedero del pesebre de cañas y de pasto y musgo y por encima tendió una colcha. Cuando la Virgen le indicó que se acercaba la hora, instándole a ponerse en oración, José colgó del techo varias lámparas encendidas y salió de la gruta, porque había escuchado un ruido a la entrada. Encontró a la pollina que hasta entonces había estado vagando en libertad por el valle de los pastores y volvía ahora, saltando y brincando, llena de alegría, alrededor de José. Este la ató bajo el alero, delante de la gruta y le dio su forraje.

Cuando volvió a la gruta, antes de entrar, vio a la Virgen rezando de rodillas sobre su lecho, vuelta de espaldas y mirando al Oriente. Le pareció que toda la gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz sobrenatural. José miró todo esto como Moisés la zarza ardiendo. Luego, lleno de santo temor, entró en su celda y se prosternó hasta el suelo en oración.





XLIV
Nacimiento de Jesús

He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada en su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio, parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra y aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba la mirada sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo Eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.
Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mi mirada; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su pecho.

Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio velo y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo. Cuando habría transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. "¡Ah, -decía yo- este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!"
He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la gamella cavada en la roca, a la derecha de la entrada de la gruta, que se ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza. José llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada.





Versión castellana  del R.P. José Fuchs, S.D.B.
 



Natividad de Nuestro Señor Jesucristo según las visiones y revelaciones de la Beata Ana Catalina Emmerich