1º de julio
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LA PRECIOSÍSIMA SANGRE
DE N. S. J. C.(*) |
¡Canta, lengua, el misterio del Cuerpo
glorioso y de la Sangre preciosa de Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno
generoso, que el Rey de las gentes derramó para rescate del mundo: "in
mundi praetium"!
Pero, antes de que la lengua cante gozosa
y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite
la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el
centro mismo de la vida cristiana.
Hay tres hechos que se dan, de modo
constante y universal, a través de la historia del hombre: la religión, el
sacrificio y la efusión de sangre.
Los más eminentes antropólogos han
considerado la religiosidad como uno de los atributos del género humano. La
función céntrica de toda forma religioso-social ha sido siempre el sacrificio.
Este se presenta como la ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la
destruye en reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas
y con carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre,
observamos que el sacrificio -al menos en su forma más eficaz y solemne-
importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo mismo, el
derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en su sacrificio
expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las víctimas inmoladas a la
divinidad.
La sangre es algo que repugna y aparta,
sobre todo si se trata de sangre humana. Sin embargo, en los altares de todos
los pueblos, en el acto, cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios,
aparece siempre sangre derramada.
Así lo hace Abel, a la salida del paraíso
(Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite
Abraham (Gen. 15, 10). Y sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel
en Egipto (Ex. 12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para
purificar a los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas
solemnizó la dedicación del templo de Salomón.
Y no es sólo el pueblo escogido el que
hace de la sangre el centro de sus funciones religiosas más solemnes, sino que
son también los pueblos gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y
altares de sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en
la narración de sus viajes.
Adulterado el primitivo sentido de la
efusión de sangre, en el colmo de la aberración, llegaron los pueblos idólatras
a ofrecer a los dioses falsos la sangre caliente de víctimas humanas. Niños,
doncellas y hombres fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino
también en las cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles
llegaron a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos.
Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los que,
después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante para
exprimirlo en los labios del ídolo,
El hecho histórico, constante y
universal, del derramamiento de sangre como función religiosa principal de los
pueblos encierra en sí un gran misterio, cuya clave para descifrarlo se halla
entre dos hechos también históricos, uno de partida y otro de llegada, de los
que uno plantea el tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su
punto culminante en el "himno nuevo”, que eternamente cantan los ancianos
ante el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo de
la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre del Cordero
(ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la Sangre, al dragón
infernal (cf. Apoc. 12, 11).
El pecado original creó un estado de
discordia y enemistad entre Dios y el hombre. Consecuencia del pecado fue la
siguiente: Dios, en el cielo, ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios,
y Satanás, "príncipe de este mundo" (lo. 12, 31), al que reduce a
esclavitud.
En la conciencia del hombre desgraciado
quedó el recuerdo de su felicidad primera, la amargura de su deslealtad para
con el Creador, el instinto de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y
el ansia de reconciliarse con Dios.
¡Y surge el fenómeno misterioso de la
sangre! El hombre siente en lo más íntimo de su naturaleza que su vida es de
Dios y que ha manchado esta vida por el pecado original y por sus crímenes personales.
La voz de la naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que
rinda al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después
de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el hombre la
fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con Dios, pues en la
sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la que nutre y restaura,
purifica y renueva la vida del hombre; sin ella, en las formas orgánicas
superiores, es imposible la vida: al derramarse la sangre sobreviene la muerte.
Por otra parte, si en la sangre está la
vida -vida que manchó el pecado-, extirpar la vida será borrar el pecado. De
ahí que el hombre, llevado por su instinto natural, se decide a "hacer
sangre", eligiendo para este oficio a "hombres de sangre", como
han llamado algunas razas a sus sacerdotes, para que, con los sacrificios
cruentos, rindan, en nombre de todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios
mostró su agrado por estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus
mandatos esta creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17,
22).
La sangre, por representar la vida, fue
entonces elegida como el instrumento más adecuado para reconocer el supremo
dominio de Dios sobre la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado.
Por eso Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada,
dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del cuerpo
sacrificado (Eneida, 9,349).
Pero como el hombre no podía derramar su
propia sangre ni la de sus hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida
de los animales, especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor
utilidad, y los colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en
acción de gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran
perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento de
sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que enseñara a
nuestros primeros padres esta forma principal del culto religioso.
Los sacrificios gentílicos, aun en medio
de sus aberraciones, no eran otra cosa que el anhelo por la verdadera
expiación. Por eso se ofrecían animales inmaculados o niños inocentes, buscando
una ofrenda enteramente pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con
Dios por medio de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el
pecado de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre
humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se lava un
crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los hombres.
Quedaban los sacrificios del pueblo
judío, ordenados y queridos por Dios, pero en ellos no había más que una
expiación pasajera e insuficiente.
Los sacrificios judaicos, especialmente
el sacrificio del Cordero pascual y el de la Expiación, tenían por fin
principal anunciar y representar el futuro sacrificio expiatorio del Redentor
(Heb. 10, 1-9). Estos sacrificios no tenían más valor que su relación típica
con un sacrificio ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de
derramarse para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres
(cf. Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura de
la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que aquélla
recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran, en efecto, de
un valor limitado, pues su eficacia se reducía a recordar a los hombres sus
pecados y a despertar en ellos afectos de penitencia, significando una limpieza
puramente exterior, por medio de una santidad legal, que se aviniera con las
intenciones del culto, pero que no podía obrar su santificación interior.
Por lo demás, Dios sentía ya hastío por
los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los
labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es
mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen
todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1,
11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).
Para reconciliar al mundo con Dios se
necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había
ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como
precio de la redención y de la paz; sangrerepresentativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque
todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de
Cristo, Hijo de Dios!
Esta sola es incontaminada, como de
Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina;
representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios
cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is.
53, 6).
Si los hombres tuvieron facilidad para
venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún
más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un
ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre:
"Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito;
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme
aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola
oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb.
10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito;
alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la
hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se
había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de
Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo
Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de
la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32;
Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había
realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de
ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha
podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San
Agustín).
Pudo Jesucristo redimir al mundo sin
derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de
derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la
humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso
heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh generoso Amigo, que das la vida por
tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo.
15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se
nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su
santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de
las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por
la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.
"¡Sangre y fuego, inestimable
amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del
cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el
cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor
refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
Las tres formas legítimas de religión con
las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal,
mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre
Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8;
Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de
Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular
las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
Cada uno de estos pactos es un mojón de
la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de
aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham,
constitución de Israel, fundación de la Iglesia.
Todo pacto tiene su texto. El texto del
Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el
cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el
nombre de la "Buena Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo
Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su
culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de
Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos
apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y
monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.
Además, el Pacto lleva consigo
compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe
cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser
revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de
sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?...
¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!"
"¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en
el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que
entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de
Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La
Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido
dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para
el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret.
Sanguinis).
El pacto de paz y reconciliación tendrá
su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo -dice
Santo Tomás- y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la
virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).
"No os pertenecéis a vosotros
mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios
en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a
Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante -por una vida
intachable y una conducta auténticamente cristiana- a imagen soberana de Dios,
impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada
en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos
a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para
beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En esta hora de sangre para la humanidad
sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena.
"os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de
la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es
sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la
guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".
Si para el mundo es ésta una hora de
sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre
de Cristo. "Sed. Santos -amonestaba San Pedro a la primera generación
cristiana-, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os
ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra
peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor
de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo,
que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).
Roguemos al Dios omnipotente y eterno
que, en este día, nos conceda la gracia de venerar, con sentida piedad, la
Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, y que, por su virtud, seamos
preservados en la tierra de los males de la vida presente, para que gocemos en
el cielo del fruto sempiterno (Colecta de la festividad).
¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos,
a los que con tu preciosa Sangre redimiste!
JUAN HERVÁS BENET
- * Año Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966