20 de septiembre
BEATOS MÁRTIRES DE COREA
BEATOS MÁRTIRES DE COREA
París, rue du Bac.
La calle está hoy compartida. Una de sus aceras la ocupan casi íntegramente los
inmensos almacenes "Au bon marché". La otra acera conserva todavía un
cierto aire del primitivo París. Una puerta humilde, que da a un estrecho
callejón, conduce a una iglesia objeto de la veneración de todos los católicos
del mundo: la capilla de las apariciones de la Virgen Milagrosa. Siguiendo por
la misma acera encontramos otro edificio, también humilde en apariencia, pero
de enorme significación en la historia de la Iglesia: el seminario de misiones
extranjeras. Allí se forjó un nuevo estilo en la manera de concebir la tarea
misional y allí, por vez primera, en forma orgánica, el clero secular forjó sus
armas para salir a luchar las rudas batallas contra el paganismo.
El seminario llevaba ya muchos años funcionando cuando en 1831 se confiaba a
sus alumnos un nuevo territorio de misión: la península de Corea. Territorio
muy vasto, su extensión equivale prácticamente a la de Italia, y cuya
evangelización habría de resultar muy penosa. Pese a estar a la misma latitud
que España o Italia, el clima es duro, continental, extremado. Por otra parte,
el país es pobre, y no podría resultar fácil la vida de los misioneros. En
cambio iban a tener éstos una ventaja: les esperaban unas cristiandades que
habían sufrido ya su bautismo de sangre y la terrible prueba de la persecución.
En efecto, en 1784, un intelectual coreano, bautizado en Pekín, consiguió
introducir el cristianismo en Corea. Pero aquella naciente cristiandad sufrió
una dura persecución y estuvo a punto de ser aniquilada. Sin embargo, cuando en
1794 un sacerdote chino vino de Pekín encontró todavía cuatro mil cristianos,
tan fervorosos que en poco tiempo su número se duplicó. En 1801 se produce una nueva
represión, y el sacerdote fue ejecutado con unos trescientos cristianos, entre
quienes destacaba la noble figura de Juan Niou y su mujer Lutgarda, que habían
contraído matrimonio sin usar nunca del mismo.
Treinta años después, la Sagrada Congregación de Propaganda erigía un vicariato
apostólico en Corea y lo confiaba, según hemos dicho, al Seminario de Misiones
Extranjeras, de París. Pese a que en 1815 y en 1827 había habido nuevas oleadas
de persecución, el número de cristianos sobrepujaba ya los seis millares. Al
frente del nuevo vicariato iba a ser colocado un fervoroso misionero de China:
Lorenzo José Mario Imbert.
Su nombre es el primero y el más destacado de la larga relación de mártires
cuya fiesta se celebra hoy. Había nacido en la diócesis de Aix-en-Provence. Su
familia residía en Calas, y era harto pobre. Es conmovedor saber cómo aprendió
a leer: un día encontró un centimillo en la calle, con el compró un alfabeto y
rogó a una vecina que le enseñara las letras. Así, a fuerza de perseverancia,
consiguió la preparación suficiente para poder ingresar, en 1818, en el
seminario de Misiones Extranjeras. Después de dos años de estudios se embarca
en Burdeos y marcha a trabajar a China.
En plena tarea apostólica le sorprende el nombramiento de vicario apostólico de
Corea y su elevación al episcopado. En mayo de 1837 es consagrado en
Seu-Tchouen, y al terminar el año llega a Corea.
No era el primero en llegar. Le habían precedido ya otros dos misioneros,
llamados a compartir el martirio con él. Los dos franceses: Pedro Filiberto
Maubant, nacido en la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castán, nacido en
la diócesis de Digne. El primero había venido directamente de Francia. El
segundo había trabajado anteriormente en Siam.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. Ante todo fue necesario aprender la
lengua coreana, tributaria del chino, pero con muchas analogías con los
dialectos siberianos. Después pudieron ya ponerse de lleno al trabajo
apostólico.
Escuchemos a monseñor Imbert lo que era su vida: "No permanezco mas que
dos días en cada casa que reúno los cristianos, y antes de que amanezca el
tercer día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha hambre, porque después de
haberme levantado a las dos y media de la madrugada, esperar hasta el mediodía
y recibir entonces una comida mala y floja, bajo un clima bajo y seco, no es
cosa fácil. Después de comer reposo un poco, y a continuación doy clase de
teología a mis seminaristas; después oigo confesiones hasta la noche. Me
acuesto a las nueve sobre la tierra cubierta de una lona y un tapiz de lana de
Tartaria, porque en Corea no hay ni camas ni mantas. He tenido, siempre un
cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he llevado adelante una vida
laboriosa y bien ocupada; pero aquí pienso haber llegado a lo superlativo y al nec plus ultra de trabajo. Ya os
imaginaréis que con una vida tan penosa no tengamos miedo al golpe de sabio que
debe terminarla."
Todo esto había que hacerlo con el mayor secreto. Las quince o veinte personas
a las que había atendido cada día: confesiones, bautismos, confirmaciones,
matrimonios, etcétera, tenían que retirarse antes de la aurora. Aun así,
aquella vida no pudo prolongarse mucho tiempo. Dos años después de su llegada,
el 11 de agosto de 1839, monseñor Imbert era detenido por los perseguidores.
Comprendió bien que había llegado el final de su vida. Y creyó un deber, para
evitar apostasías a los fieles seguidores, invitar a sus dos compañeros a
entregarse. La tarjeta enviada por el obispo, que era una invitación al
martirio, llegó primero al padre Maubant, quien la transmitió a su compañero el
padre Castán. Ambos obedecieron sin vacilar. Cada uno redactó una instrucción
para uso de sus fieles y luego en común unas líneas dirigidas a toda la
cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria para el Cardenal Prefecto de
Propaganda Fide y una carta a sus hermanos de las Misiones Extranjeras para
encomendarles a sus neófitos. En esta carta es donde alegremente, como si
quisieran aliviarles la pena, dicen que "el primer ministro Ni,
actualmente gran perseguidor, ha hecho fabricar tres grandes sables para cortar
cabezas".
Todo esto llevaba la fecha del 6 de septiembre. Y una vez terminados los
preparativos, los dos misioneros se unieron a su obispo. Los tres europeos
comparecieron ante el prefecto y confesaron noblemente su fe: "Por salvar
las almas de muchos, no hemos vacilado ante una distancia de diez millares de
lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando los diez
mandamientos, no lo haremos jamás, preferimos morir." Aquel mismo día 15
de septiembre recibieron la primera paliza, con bastones. Otra nueva les
esperaba, después de un interrogatorio similar, el día 16. Por fin, el día 21
tuvo lugar el suplicio final.
Les desnudaron hasta la cintura, y les asaetearon cruelmente, de arriba a
abajo, a través de las orejas, les colmaron de heridas y, por fin, los rociaron
de cal viva. Después de obligarles a dar por tres veces la vuelta a la plaza,
mostrándose al público que se burlaba de ellos, se les hizo arrodillarse. Los
soldados empezaron a correr en su derredor y al pasar les golpeaban con su
sable. El padre Castán se puso instintivamente de pie al recibir el primer
golpe. Después se arrodilló junto a sus dos compañeros, que estaban inmóviles.
Al poco tiempo, los tres habían muerto.
Pero no eran ellos solos. Antes y después iban a perecer en aquélla misma
persecución otros muchos cristianos.
El primer lugar, un sacerdote nativo: el padre Andrés Kim. De acuerdo con las
mejores tradiciones del seminario de Misiones Extranjeras, los misioneros se
habían preocupado de ir preparando, en lo posible, un clero nativo. Cuando
ellos murieron, el padre Kim se esforzó por conseguir que vinieran nuevos
misioneros. En estos afanes le sorprendieron los perseguidores. Después de
larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.
En la misma persecución murieron también diez catequistas y una muchedumbre de
fieles. De entre ellos se escogieron unos cuantos, a quienes hoy veneramos en
los altares: setenta y cinco héroes "nobles y plebeyos, jóvenes y viejos,
mujeres ya maduras y jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las
cárceles, los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas a trueque
de no apartarse de la religión santísima. Para tentar su fe, los bárbaros
verdugos recurrieron a los tormentos más refinados. Unos fueron ahorcados, a
otros les rompieron las piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros
quemados con planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran
de hambre, y así todos cambiaron esta vida por otra inmortal y feliz. Tantos y
tan crueles suplicios los sufrieron todos con invicta fortaleza". Tales
son las palabras del Decreto de beatificación expedido por el Papa Pío XI.
Porque, como ya anteriormente se había escrito en el Decreto de tuto, aquélla muchedumbre, en la que
había incluso niños de quince y trece años, "mostró tanta constancia en
profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar
a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos crudelísimos,
ni el hambre y la sed, con la que ellos eran probados, ni otros horrendos
suplicios, ni el terror y los halagos de los jueces impíos, ni la edad juvenil
o provecta, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del
matrimonio, fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos
mártires".
No es extraño que muy pronto se extendiera por todo el mundo la fama de su
admirable ejemplo. Por eso, el Papa Pío XI, superando las dificultades de tipo
jurídico que se oponían a su beatificación, pues resultaba muy difícil recoger
las pruebas exigidas con todo el rigor canónico, teniendo en cuenta que había
certeza absoluta de la realidad del martirio, los beatificó solemnemente en
1925. Su sangre, como siempre ha ocurrido, fue semilla de nuevos cristianos, y
hoy Corea, al menos en su parte Sur, libre del comunismo, es una de las
cristiandades más florecientes y esperanzadoras de todo el Extremo Oriente.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA