17
de Septiembre
SAN ROBERTO BELARMINO
Obispo y Doctor
SAN ROBERTO BELARMINO
Obispo y Doctor
Se clausuró el
magno concilio de Trento muy poco después que Belarmino se consagrara a Dios
con sus primeros votos. Se seguían sus incidencias con pasión. Las
conversaciones de los primeros años de vida religiosa de nuestro Santo tuvieron
muchas veces que girar en torno al magno Concilio que había logrado estructurar
los problemas básicos de teología en forma orgánica y dictaminar sabias medidas
de auténtica reforma.
Lo que ahora urgía era llevar a la práctica los decretos. Esta fue la misión de
Belarmino. Toda su vida girará en torno a la órbita de Trento.
Ya su vocación a la Compañía de Jesús había nacido bajo el signo de la
renovación espiritual. Sobrino del Papa Marcelo II, cuando más en auge estaba
el nepotismo pontificio, amante de la literatura, música, arte, se sintió
atraído hacia las bellezas del mundo clásico. Virgilio constituía sus delicias
desde los primeros años.
Por su familia, talento y aficiones estaba destinado al fausto y brillo de la
corte pontificia. Parecía llamado para brillar en el firmamento del
Renacimiento italiano. Pero su santa madre, Cintia Cervina, velaba por él. Le
hizo ver lo peligroso de aquélla dorada escala. El mismo joven, con su
característica ingenuidad, nos descubre sus reacciones íntimas. "Estando
durante mucho tiempo pensando en la dignidad a que podía aspirar, me sobrevino
de modo insistente el pensamiento de la brevedad de las cosas temporales.
Impresionado con estos sentimientos, llegué a concebir horror de tal vida y
determiné buscar una religión en que no hubiera peligro de tales
dignidades".
Misterios de Dios. La decisión firme de huir del episcopado y del cardenalato
fue el móvil de la vocación religiosa del único santo jesuita obispo y
cardenal.
Dios a este hombre sediento de humillaciones le deparó triunfos insólitos, como
muy pocos hombres los han experimentado. Fue el ídolo de amplios sectores,
recibió el aplauso frenético de la muchedumbre que salía de sí por oír su
palabra y devoraba sus libros con avidez.
Ya en Florencia, Mondovi, y sobre todo Lovaina, antes todavía de ser sacerdote,
se reveló como un orador excepcional. Llegó a escribir el superior a Roma que
"nunca hombre alguno había hablado como el joven Belarmino”. Desde 1569 se
convierte en el predicador nato de los universitarios. Profesores y estudiantes
se apretujan en torno al púlpito del Santo. La iglesia entera estaba llena de
gente. Su predicación retórica y recargada de metáforas al principio, conforme
al gusto de la época, se transforma, gracias a un incidente fortuito —el
extraordinario fruto que reportó de un sermón improvisado por fuerza—, en
sencilla y eminentemente evangélica. Aun de naciones vecinas, e incluso de
Inglaterra, venían herejes a oírle. Cada vez conseguía un fruto mayor.
Conversiones, jóvenes se retiraban a ejercicios o decidían abrazar la vida de
perfección.
La predicación, con todo, no pasó de ser una de sus facetas. Pronto comenzó a
descollar como teólogo, primero en el mismo Lovaina y después en Roma. Las
universidades principales de Europa, incluyendo la de París disputaban por
contarle entre sus profesores. Pero los superiores juzgaron más conveniente que
irradiase su saber desde el corazón de la cristiandad. Allá le esperaba su gran
obra. Fundó la cátedra de controversias para pulsar el momento teológico y dar
la verdadera doctrina sobre los errores que pululaban entonces por los centro
universitarios.
El éxito provino principalmente del método que adoptó. Pasaba revista a los
errores de los contemporáneos Pero no se limitaba a refutarlos. Los herejes
quedaban más bien, como en la Suma de
Santo Tomás, de marco de encuadre, servían únicamente para delimitar el
planteamiento vital del problema. El iba derecho a la doctrina verdadera,
exponía orgánicamente -siguiendo la estela del concilio de Trento- la verdad
positiva, íntegra, total.
Belarmino no tenía carácter de polemista. Alma sencilla, casi ingenua, carácter
compasivo, estaba hecho la comprensión. El amor íntimo y apasionado a la
Iglesia -supremo ideal de su vida- fue el gran motivo que le llevó a estudiar
los errores de los heresiarcas.
Sus discípulos, que corrían a sus clases, como antes en Lovaina habían afluido
a los sermones, le pedían insistentemente que diese a la imprenta su
exposición. Llegó a editar hasta veinte veces en treinta años el libro de las Controversias. Penetró en todas las
universidades europeas y llegó a los más apartados centros de enseñanza. San
Francisco de Sales, en su gran campaña contra los calvinistas, subía al púlpito
armado de la Biblia y de Belarmino,
como se llamaba en todas partes al gran libro. Se dice que uno de los corifeos
luteranos exclamó: "Este libro nos ha perdido."
No se limitó el Santo con instruir a los doctos. Su amor a la Iglesia le llevó
a atender también al pueblo sencillo, tan ignorante en el campo religioso. Para
ellos compuso la Doctrina cristiana breve,
dirigida directamente a los niños, y
acompañada de otra Declaración más
copiosa para los maestros. Ese pequeño libro alcanzó uno de los éxitos más
sorprendentes, comparable al que han alcanzado los libros más leídos de la
humanidad. Hasta casi nuestros días se ha ido editando sin cesar. Baste decir
que se ha traducido a más de cincuenta lenguas y que las ediciones llegan a lo
largo de tres siglos y medio a edición por año.
Las facetas de orador, profesor y escritor no agotaron la actividad de
Belarmino. El general de la Compañía de Jesús, Claudio Aquaviva, quiso que los
jóvenes jesuitas se beneficiaran de su consejo e influjo. Le designó para la
dirección espiritual de los que estudiaban en el Colegio Romano y después para
rector del mismo centro. Tuvo Belarmino la dicha de contar entre sus hijos
espirituales a San Luis Gonzaga.
Iba creciendo de tal modo la estima del Papa para con el docto y santo jesuíta,
que el padre general comenzó a temer que le nombrase cardenal. Para conjurar
este peligro decidió sacarle de Roma y designarle provincial de Nápoles. No le
valieron al padre Aquaviva estas medidas. Clemente VIII le creó cardenal.
"Le elegimos -dijo- porque no hay
en la Iglesia de Dios otro que se le equipare en ciencia y sabiduría."
Belarmino se negó al principio a aceptar la alta dignidad. Alegó la
incompatibilidad de su voto. El Papa lo anuló con su suprema autoridad y le
mandó aceptar el cardenalato "en virtud de santa obediencia y bajo pena de
pecado mortal". Por obediencia cambió su hábito, pero no el tenor de su
vida. Con el mismo desinterés y abnegación de antes se dedicó al trabajo de las
Comisiones cardenalicias. Intervino en las cuestiones más espinosas, como las
de Galileo y la reforma del calendario. Trabajó febrilmente en la edición
definitiva de la Vulgata. Asesoró al
Papa en toda clase de negocios con plena franqueza. Llevado, sin duda, de su
alma sencilla y recta, que no entendía de astucia diplomática y de dilaciones,
expuso algunos pareceres con demasiada sinceridad. Parece que por ello cayó en
desgracia del Papa, quien decidió alejarle de Roma y nombrarle arzobispo de
Capua.
El nuevo pastor se dio a sus diocesanos con celo sin igual. Allá pudo
simultáneamente predicar, enseñar, escribir, organizar, explicar la doctrina
cristiana. Abrazó toda clase de actividades. Realizó una reforma comparable, en
pequeño, a la de San Carlos Borromeo.
Entró en tres Cónclaves. Llegó a tener en uno hasta 14 votos para Papa. Tal vez
le hubieran elegido si no hubiera sido jesuita. En esos momentos en que se
hablaba de su ascensión al Trono, su jaculatoria favorita y su oración
ininterrumpida era; "Señor, elige al más apto y líbrame del Papado."
Dios no le había hecho para el Pontificado. Tenía el Santo que realizar su última
misión. Dar al mundo entero ejemplo de humildad y pobreza. Al recién elegido
Gregorio XV le pidió como grande gracia el poderse retirar, al menos largas
temporadas, al noviciado de los jesuitas. Tenía ya cerca de setenta y ocho
años. Allá simultaneaba las actividades de cardenal con la vida de un novicio.
Desgastado en su lucha por la defensa de la Iglesia, sus fuerzas iban fallando.
Con todo le quedó todavía un arma: la pluma. La piedad que rebosaba de su alma
fue impregnando sus últimos opúsculos espirituales, llenos de suave unción.
Así se consumó la vida de este gran héroe. Había amado a la Iglesia con amor de
enamorado. Dios le llamó a sí el 17 de septiembre de 1621. El Sacro Colegio
quiso dejar constancia de los méritos del difunto cardenal. Escribieron en las Actas, entre otros elogios, "Varón
esclarecido, teólogo eminentísimo, defensor acérrimo de la fe católica,
martillo de los herejes. Varón piadoso, discreto, humilde, extraordinariamente
limosnero".
Pío XI le beatificó el 13 de mayo de 1923, le canonizó el 29 de junio de 1930 y
le declaró doctor de la Iglesia el 17 de septiembre de 1931.
IGNACIO IPARAGUIRRE, S. I.