10 de Mayo
SAN JUAN DE ÁVILA,(*)
Presbítero y Doctor de la Iglesia
SAN JUAN DE ÁVILA,(*)
Presbítero y Doctor de la Iglesia
Un buen día del año de 1517 Juan de
Ávila, un estudiante alegre de la Mancha, que había recorrido durante cuatro
cursos las callejuelas de Salamanca con sus cartapacios de apuntes bajo el
brazo, camino del estudio, dejaba la ciudad del Tormes. Hacía días que Dios le
hurgaba en el alma. El golpe de gracia fue en una fiesta de toros y cañas.
Ahora, dejadas las "negras leyes", volvía a Almodóvar del Campo, que
le había visto nacer el día de Epifanía del último año del siglo.
Poco después Alcalá le dará su abrazo de
bienvenida en un momento de efervescencia espiritual, a la que no podrá
sustraerse. Las sabias lecciones de Artes del maestro Soto, de quien fue
discípulo predilecto, y aquellas lecturas del docto maestro Medina, que
enseñaba por la nueva vía de los Nominales, alternaban con la lección sabrosa
de unos libros de Erasmo, saturados de espíritu paulino y salpicados de
censuras mordaces ansiosas de reforma.
Ya es sacerdote Juan de Ávila. Juan de
Ávila ha entrado de lleno en el recogimiento y la oración. El fuego apostólico
ha prendido en su alma y las Indias se le antojan cañaveral seco pronto para el
incendio. Piensa ir allá con el padre Garcos, de la Orden de Santo Domingo, que
marcha como primer obispo de Tlaxcala. ¿Vistió ahora el hábito dominicano en
Santo Tomás de Sevilla? Veinte años más adelante se recordará, cuando esté
inclinado a entrar en la Compañía, que el padre Ávila "ha sido
fraile". Las íntimas relaciones que vemos tiene en Sevilla con los
dominicos parecen dar pie para una conjetura.
Alguna dificultad seria debió
interponerse entre las Indias y aquel cristiano nuevo de Almodóvar. Sus Indias
estaban en el sur de España. No acertamos a imaginarnos con colorido exacto el
poder extraordinario de atracción de aquel clérigo joven, bachiller en
teología, que vivía pobremente, sin tomar apenas cosa que llegase al fuego,
sino granadas o frutos que pasaban por la calle. Su encuentro con Fernando de
Contreras fue providencial. Era éste un clérigo de la Orden de San Pedro,
antiguo capellán de San Ildefonso de Alcalá, fundador de un colegio de niño,
famosos por sus redenciones de cautivos. Un día le oyó Contreras platicar a
unos clérigos; otro día vio algo no común en su manera de decir misa. Y el
círculo de Contreras, confesor entonces del arzobispo Manrique, inquisidor
general, se abrió para acoger a Juan de Ávila. De esta manera entró en contacto
con la casa de Priego, en cuya residencia de Montilla había de vivir los
últimos años de su vida.
Don Alonso Manrique logró retener al
padre Ávila en su arzobispado. El maestro Baltanás, dominico, le encaminó a
Ecija, ciudad de mucho comercio. Aquí comenzó su predicación y a leer
públicamente unas lecciones sobre las epístolas de San Pablo. El celo de Ávila
se extendía también a los niños, a quienes reunía al atardecer para enseñarles
la doctrina, en la misma casa en que se hospedaba. También acudían allí
personas mayores a quienes enseñaba a meditar. Leía un paso de la Pasión y
luego estaban un poco meditándolo con poca luz. Pronto se murmuró de ello. Y en
torno a él se iba formando un grupo sacerdotal, austero, de doctrineros y
predicadores.
Durante estos años de su estancia en
Sevilla debió leer Ávila unos libros que años más adelante encarecerá: los
Abecedarios de Osuna, que aparecen ahora. También él publica por estas fechas
unos libros espirituales, entre ellos uno sobre el modo de rezar el rosario.
Los publica sin su nombre, como hace con la traducción del Kempis, que sale
ahora allí mismo en Sevilla, en 1536, y que se atribuirá más adelante a fray
Luis de Granada.
Pero esta vez una razón de prudencia
debía aconsejar el anonimato. Los nombres de Juan de Ávila y de la Inquisición
habían andado juntos en la boca de todos durante casi dos años que duró el
proceso del apóstol de Andalucía (1532-33). Las acusaciones procedían de sus
predicaciones en Ecija y Alcalá de Guadaira. La envidia de unos pocos, ciertas
frases no bien interpretadas, su celo fuerte poco avenido con la prudencia
cobarde, su espiritualidad en días de peligrosos iluminismos, le llevaron a la
jurisdicción del Santo Oficio. Por fin salió del proceso sin nota alguna.
Ávila deja Sevilla. Por entonces tiene
lugar su predicación en Córdoba. Guadalcázar le ve llegar a sus puertas en 1537
para asistir a doña Sancha Carrillo en su último trance. A ella había escrito,
pliego a pliego en forma de cartas, aquel precioso tesoro que es el Audi, filia, síntesis maravillosa de la vida
cristiana, concebida por Ávila como una participación del alma en el gran
misterio de Cristo. A principios de este mismo año había tenido lugar en
Granada, el día de San Sebastián, la conversión de Juan de Dios, el portugués
loco por amor a Cristo. En marzo del año siguiente su nombre aparece en las
actas capitulares del Cabildo eclesiástico de Granada. Es ahora ya maestro y se
le confía la predicación de la bula.
¿Qué había llevado a Granada a Juan de
Ávila? Por aquellas fechas estaba fundando el arzobispo don Gaspar de Avalos
aquella universidad. Ávila, hombre de letras, es llamado a la fundación.
También aquí reúne un manojo de clérigos impacientes a lo divino. Conocemos
varios de los nombres de aquellos pocos que vivían con él en una misma casa y
comían con él en un pequeño refectorio que tenía. Entre ellos los más
destacados fueron Bernardino de Carleval, rector del Colegio Real, que dijo un
día a un compañero: "Vamos a oír a este idiota, veamos cómo predica",
y en aquel mismo sermón se hizo su discípulo, y el austerísimo Hernán Núñez,
gran predicador, que no tomaba nada de nadie, porque para unas migas y una
ensalada que comía le bastaba su rentilla. Desde Granada sigue en relación con
los muchos discípulos de Córdoba.
Es ahora cuando el padre Ávila pone en
obra un proyecto acariciado de mucho tiempo y organiza su congregación de
sacerdotes operarios y santos. El poder arrebatador de su persona y su palabra
había reunido en torno a él a muchos clérigos, en su mayor parte cristianos
nuevos, hombres con fervores de novicios, a quienes juicios seculares cerraban
las puertas de los mejores puestos. Ellos le dan la obediencia, sin votos desde
luego, como a director de su movimiento sacerdotal. El les manda robustecer su
vida interior: frecuencia de confesión y comunión, y no dejar nunca, a ser
posible, las dos horas de oración, a la mañana y a la noche, sobre la Pasión y
los novísimos. No deben olvidar el estudio del Nuevo Testamento —“y sería bien
sabello de coro”—, para cuya inteligencia les recomienda la lectura de San
Agustín, San Crisóstomo, San Bernardo, del Contemptus mundi, Enrique Herp y Erasmo. El resultado
es una espiritualidad rigurosa y ascética, pero ungida y afectiva, en que el
misterio de Cristo (Cruz, Eucaristía, Cuerpo Místico) tiene su puesto
preferente. El darse al prójimo será para los suyos un desbordar de la vida del
espíritu.
Cuando más adelante escriba sus
memoriales para Trento señalará Ávila dos clases de sacerdotes de quienes tenía
necesidad la Iglesia de su tiempo: los curas y confesores, de una parte, y los
predicadores. Estos últimos deben ser el brazo derecho de los obispos, con los
cuales, "como capitán con caballeros, sean terrible contra los
demonios". Sus discípulos debían ser preferentemente esta segunda clase de
sacerdotes: una vanguardia móvil de misioneros, siempre dispuesta para el
combate adonde quiera les llamasen los prelados, un cuerpo de letrados que
forjasen en colegios y universidades legiones de sacerdotes evangélicos.
Dos centros importantísimos de la escuela
avilina son Baeza y Córdoba. La universidad de Baeza es fundada en 1538 por don
Rodrigo y don Pedro López. Desde el primer momento es patrono y alma el maestro
Ávila. Conocemos algo del género de vida de sus profesores Y estudiantes. Era
tan ejemplar la vida de aquellos sacerdotes y alumnos que con razón se decía en
aquel tiempo que las escuelas de Baeza más parecían convento de religiosos que
congregación de estudiantes. Tales debían ser los discípulos de aquellos
apostólicos varones, que lo eran a la vez del padre Ávila. Vivían en las mismas
escuelas. Su traje, modestísimo. Despreciando honores y riquezas, leían
teología escolástica y positiva los días ordinarios, y los domingos y fiestas
predicaban en la ciudad y por los pueblos. Modo de vida parecido se tenía en
los demás colegios -hasta quince- fundados por el maestro en toda Andalucía. En
ellos, por usar una expresión del propio Ávila, se aprendía no tanto a gastar
los ojos en el estudio cuanto a encallecer las rodillas en la oración. La
orientación de las Escuelas es tan apostólica que nadie se gradúa en Baeza sin
que haya salido a misionar por los pueblos. Aquellos doctores en Baeza no son
unos especulativos: son varones espirituales, predicadores y directores de
almas. Hay fama que el propio maestro Ávila no se atreve a decir misa el día
que ha tenido que distraerse en una materia teologal demasiado sutil.
El padre Ávila mora frecuentemente con
los condes de Feria, particularmente en las villas cordobesas de Montilla y
Priego. Con él está largas temporadas fray Luis de Granada, que al lado del
púlpito le oye, cuando predica, con encandilamiento. El maestro, que no cura
del bien decir, no deja en sus sermones ni una piedra de la retórica sin mover.
De cada uno de aquellos sermones de Ávila saca él tema para otros veinte. Aquel
predicar valiente a Cristo crucificado, a lo Pablo, deja un rastro indeleble en
el alma de fray Luis. Muchas noches se pasaba Ávila cosido a los pies de un
crucifijo, pensando su sermón. Cristo crucificado era su libro. Decía él que
Dios le había alquilado para dos cosas: para hacer llegar a los hombres al
conocimiento de sí mismos, para que se despreciasen, y al conocimiento de
Cristo, para que apreciasen los tesoros de sabiduría y amor que se encerraban
en aquel pecho divino. Ávila, con todo, no era un hombre despegado, ajeno a las
cosas de la vida. Por un pleito del archivo de protocolos de Córdoba de 1552
nos consta que era hombre de habilidades mecánicas y que había descubierto por
su industria "cuatro artes o ingenios de subir agua de bajo a alto".
Córdoba era ahora centro irradiador en
las misiones que organizaba Ávila. Una vez reunió allí más de veinticuatro
discípulos de su escuela sacerdotal. Unos fueron a las Alpujarras; otros a las
almadrabas de los atunes y Sevilla; otros a Fuenteovejuna, otros fueron por los
obispados de Jaén y Córdoba. El aparejo y desarrollo de aquella correría tiene
reminiscencias evangélicas. Van de dos en dos; en un jumentillo, el recado para
decir misa, unos rosarios, estampas, alambres para hacer cilicios y unos
libricos devotos; no llevan cosa de comer; no reciben regalos ni limosnas de
misas; se recogen en los hospitales o en las sacristías de las iglesias;
procuran dar en todo olor franciscano de desinterés y abstinencia.
Hacia 1546 Juan de Ávila y sus discípulos
toman contacto con la Compañía de Ignacio de Loyola. Se cruzan cartas entre Ávila
y San Ignacio, y se habla de la polvareda levantada por Melchor Cano contra la
Compañía. Ignacio de Loyola muestra sumo interés por que el jesuita Villanueva
se entreviste con el maestro. Escribiendo, a primeros de septiembre de 1550,
sus impresiones, Villanueva manifiesta su admiración por la coincidencia de
pensamiento entre el padre Ávila y la Compañía. "En tanta conformidad
—dice— no parece quepa otro acuerdo: o que él se una a nosotros o que nosotros
nos unamos con él." De todos modos, había que trabajar por atraerle.
"Traería tras sí mucha cosa el Ávila."
En 1551 comienzan las grandes
enfermedades del maestro Ávila, que le duran hasta el fin de sus días. Es
entonces cuando piensa Ávila dejar a la Compañía la herencia de sus discípulos
y colegios, Ávila hubiera deseado que siquiera el colegio de Baeza hubiera
tenido perpetuidad después de sus días merced a los jesuitas. Pero este sueño
no llegará a realizarse debido a la postura que la Compañía se verá forzada a
tomar con relación a los conversos o descendientes de judíos, entre los cuales
había reclutado Ávila sus mejores discípulos. Es el tiempo de la persecución
del cardenal Silíceo.
Y la escuela sacerdotal avilina queda
desglosada: una parte —cerca de treinta— en la Compañía, y los otros -la
mayoría- esparcidos por Andalucía y Extremadura, bajo la dirección de su
maestro. Llegan días tristes para Ávila y los suyos. En 1559 es incluido en el Cathalogus inquisitorial de Valdés el Audi, filia del padre Ávila y son procesados en
Sevilla y Valladolid varios de sus amigos y antiguos discípulos. En el proceso
de Carranza, el arzobispo de Toledo, aparece también el nombre del padre Ávila
y junto con el Catecismo de aquél censura Cano unos escritos avilinos. Ávila,
cada vez más apretado por estas enfermedades, se ha confinado a Montilla, donde
cuida con esmero el alma de aquella santa condesa de Feria, en el claustro sor
Ana de la Cruz, favorecida con gracias extraordinarias. A pesar de sus achaques
sigue predicando, particularmente en las fiestas del Corpus, del Espíritu Santo
y de la Virgen Nuestra Señora. Se despuebla la villa para acudir a sus
sermones. Y aun la buena marquesa de Priego, vieja y sorda, acude a la iglesia.
Y la doncella doña Aldonza le repite por una caña los conceptos del maestro.
Los discípulos del padre Ávila
constituyen ahora tres grupos principales: uno, el de los doctores de Baeza con
todos sus respectivos dirigidos y betas. Hay entre ellos frecuencia de
sacramentos y largas horas de oración. Los que pueden desembarazarse de las
obligaciones de sus casas se retiran a la soledad en unos caseríos donde tienen
misa los días de fiesta, confiesan y comulgan. De estos principios ha de
resultar luego la fundación descalza de la Peñuela. Ellos serán quienes
acogerán con júbilo el colegio universitario de la reforma, que abrirá San Juan
de la Cruz en 1571. Otro grupo lo forman los solitarios del Tardón regidos por
la prudencia del padre Mateo de la Fuente, quien comunica las cosas de su
espíritu y de sus ermitaños con el padre Ávila, a quien va a visitar con
frecuencia. Un tercer grupo reside en Extremadura, en Zafra y Fregenal sobre
todo. Son los más extremosos: buscan en la oración consolaciones sensibles y
preocupan al padre Ávila.
El padre Ávila muere el 10 de mayo de
1569. Muere con una humildad ejemplar. A los que le hablan de cosas muy altas
les ruega que le digan aquello que, para consolarles, se dice a los grandes
pecadores. Le coge la muerte después de largos años de enfermedad y parece
sorprenderle. Quisiera, dice él, mejor aparejarse para la partida. Se dice allí
mismo misa de la Resurrección mientras se agrava. Los dolores le aprietan.
"Bueno está, Señor; bueno está", dice el padre Ávila. Y con voz muy
flaca, muchas veces: "Jesús, María". Un padre le tenía el crucifijo
en la mano derecha y otra persona la vela en la izquierda.
Sólo cinco años más tarde ya vemos
mezclados en los papeles de la Inquisición de Córdoba a carmelitas, discípulos
de Ávila y alumbrados, del mismo modo que en los procesos de la Inquisición de
Llerena andan confusos los nombres de algunos discípulos indignos del padre
Ávila con los de los jesuitas, del padre Granada, Juan de Ávila y el Beato
Ribera.
El auto de fe de 1579, en que son
castigados los alumbrados de Llerena, es un rudo golpe para la mística
heterodoxa y aun para la ortodoxa. Por estos días la escuela de Ávila ya hace
tiempo que ha dejado de ser algo concreto y compacto. Si algo queda todavía es
aquel tinte espiritual y hondamente sacerdotal que conserva largo tiempo la
universidad de Baeza. El fermento que había entrado en la Compañía fue
eliminado poco a poco, sobre todo desde que se procuró purgarla de aquel tipo
de espiritualidad afectiva que cultivaba el padre Baltasar Alvarez y otros de
la primitiva Compañía. Los discípulos que, en un segundo tiempo, habían entrado
en la reforma del Carmen apenas tuvieron influencia. Y, después del gran
fracaso de fray Luis con la célebre monja falsaria de Lisboa, también el grupo
de dominicos de la Bética, simpatizante con Ávila, se fue esfumando y
prevaleció la corriente intelectualista que había patrocinado Melchor Cano.
La escuela de Ávila había terminado, Pero
su figura y sus escritos habían de seguir influyendo en la espiritualidad
española. La misma gran escuela francesa de espiritualidad le es deudora.
Beatificado en 1894, el 6 de julio de 1946 Pío XII le proclamaba patrono
principal del clero secular español.
LUIS SALA BALUST
- * Año Cristiano, Tomo II, Biblioteca de Autores Crsitianos, Madrid, 1966.
