sábado, 24 de marzo de 2012

Beato Diego José de Cádiz






sábado 24 Marzo 2012

Beato  Diego José de Cádiz

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(1743-1801)
Treinta años de activísima  vida misionera no caben en unas páginas. No es posible reducir a tan  breve síntesis la labor de este apóstol capuchino, que, siempre a  pie, recorrió innumerables veces Andalucía entera en todas  direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y Madrid, sin  dejar de misionar a su paso por los pueblos de la Mancha y de Toledo; que  emprendió más tarde un largo viaje desde Roma hasta Barcelona,  predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y a la vuelta por  todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de Sevilla y, atravesando  Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y Asturias, regresando por  León y Salamanca.
Pero hay que recordar, además, que en sus misiones  hablaba varias horas al día a muchedumbres de cuarenta y aun de sesenta  mil almas (y al aire libre, porque nuestras más gigantescas catedrales  eran insuficientes para cobijar a tantos millares de personas, que anhelaban  oírle como a un «enviado de Dios»); que tuvo por oyentes de su  apostólica palabra, avalada siempre por la santidad de su vida, a los  príncipes y cortesanos por un lado y a los humildes campesinos por otro,  a los intelectuales y universitarios y a las clases más populares, al  clero en todas sus categorías y a los ejércitos de mar y tierra,  a los ayuntamientos y cabildos eclesiásticos y a los simples  comerciantes e industriales y aun a los reclusos de las cárceles; que  intervino con su consejo personal y con su palabra escrita, bien por  dictámenes más o menos públicos, bien por su casi infinita  correspondencia epistolar, en los principales asuntos de su época y en  la dirección de muchas conciencias; que escribió tal cantidad de  sermones, de obras ascéticas y devocionales, que, reunidas,  formarían un buen número de volúmenes; que caminaba  siempre a pie, con el cuerpo cubierto por áspero cilicio, pero  alimentando su alma con varias horas de oración mental al día; y  que, si le seguía un cortejo de milagros y de conversiones ruidosas,  también supo de otro cortejo doloroso de ingratitudes, de  incomprensiones y aun de persecuciones, hasta morir envuelto en un denigrante  proceso inquisitorial.
¿Cómo describir, siquiera someramente, tan  inmensa labor? La amplitud portentosa de aquella vida, tan extraordinariamente  rica de historia y de fecundidad espiritual, durante los últimos treinta  años del siglo XVIII, a lo largo y ancho de la geografía  peninsular, se resiste a toda síntesis. Sólo de la Virgen  Santísima, a la que especialmente veneraba bajo los títulos de  Pastora de las almas y de la paz, predicó más de cinco mil  sermones. Y seguramente pasaron de veinte mil los que predicó en su vida  de misiones, las cuales duraban diez, quince y aun veinte días en cada  ciudad.
La misión concreta de su vida y el porqué de  su existencia podría resumirse en esta sola frase: fue el enviado de  Dios a la España oficial de fines de aquel siglo y el  auténtico misionero del pueblo español en el atardecer de  nuestro Imperio.
Nuestros intelectuales de entonces y las clases directoras,  con el consentimiento y aun con el apoyo de los gobernantes, abrían las  puertas del alma española a la revolución que nos venía de  allende el Pirineo, disfrazada de «ilustración», de maneras  galantes, de teorías realistas. Todo ello producía, arriba, la  «pérdida de Dios» en las inteligencias. Luego vendría  la «pérdida de Dios» en las costumbres del pueblo. Aquella  invasión de ideas sería precursora de la invasión de armas  napoleónicas que vendría después.
No todos vieron a dónde iban a parar aquellas  tendencias ni cuáles serían sus funestos resultados. Pero fray  Diego los vio con intuición penetrante –y mejor diríamos  profética–, ya desde sus primeros años de sacerdocio. Por  eso escribía: «¡Qué ansias de ser santo, para con la  oración aplacar a Dios y sostener a la Iglesia santa! ¡Qué  deseo de salir al público, para, a cara descubierta, hacer frente a los  libertinos!... ¡Qué ardor para derramar mi sangre en defensa de lo  que hasta ahora hemos creído!»
Dios le había escogido para hacerle el nuevo  apóstol de España, y su director espiritual se lo inculcaba  repetidas veces: «Fray Diego misionero es un legítimo enviado de  Dios a España». Y convencido de ello, el santo capuchino se  dirige a las clases rectoras y a las masas populares. Entre la España  tradicional que se derrumba y la España revolucionaria que pronto va a  nacer, él toma sus posiciones, que son: ponerse al servicio de la fe y  de la patria y presentar la batalla a la «ilustración».  Había que evitar esa «pérdida de Dios» en las  inteligencias y fortalecer la austeridad de costumbres en la masa popular. Y  cuando vio rechazada su misión por la España oficial  (¡cuánta parte tuvieron en ello Floridablanca, Campomanes y  Godoy...!), se dirigió únicamente al auténtico pueblo  español, con el fin de prepararle para los días difíciles  que se avecinaban.
En su misión de Aranjuez y Madrid (1783) el Beato se  dirigió a la corte. Pero los ministros del rey impidieron solapadamente  que la corte oyera la llamada de Dios. Intentó también fray Diego  traer al buen camino a la vanidosa María Luisa de Parma, esposa de  Carlos IV. Pero, convencido más tarde de que nada podía esperar,  sobre todo cuando Godoy llegó a privado insustituible de Palacio, el  santo misionero rompió definitivamente con la corte, llegando a  escribir, más tarde, con motivo de un viaje de los reyes a Sevilla:  «No quiero que los reyes se acuerden de mí».
Para cumplir fielmente su misión, el Beato  recibió de Dios carismas extraordinarios, que podríamos  recapitular en estos tres epígrafes: comunicaciones místicas que  lo sostuvieran en su empresa, don de profecía y multiplicación  continua de visibles milagros.
Pero Dios no se lo dio todo hecho. Hay quienes,  conociéndole sólo superficialmente, no ven en él  más que al misionero del pueblo que predica con celo de apóstol,  acentos de profeta y milagros de santo. Pero junto al orador, al santo, al  profeta y al apóstol, aparece también a cada momento el hombre.  También él siente las acometidas de la tentación carnal;  también él se apoca y sufre cuando se le presenta la  contradicción; también él experimenta dificultades y  desganas para cumplir su misión; y aun sólo «a costa de  estudio y de trabajo» –dice él– logra escribir lo que  escribe. Y a pesar de todo, nada de «tremendismo» en su  predicación, como no fuera en contados momentos, cuando el impulso  divino le arrebata a ello. Y así, mientras otros piden a Dios el remedio  de los pueblos por medio de un castigo misericordioso, «yo lo pido  –escribe– por medio de una misericordia sin castigo». Y no se  olvide que vivió en los peores tiempos del rigorismo. ¿Y  cómo no iba a ser así, si él fue siempre, como buen  franciscano y neto andaluz, santamente humano y alegre, ameno en sus  conversaciones y gracioso hasta en los milagros que hacía?
Pero el celo de la gloria de Dios y el bien de las almas le  dominaron de suerte que ello solo explica aquel perfecto dominio de sus  debilidades humanas, aquella actividad pasmosa, lo mismo predicando que  escribiendo, y aquel idear disparates: como el deseo de no morir, para seguir  siempre misionando; o el de misionar entre los bienaventurados del cielo o los  condenados del infierno; o el de marcharse a Francia, cuando tuvo noticias de  los sucesos de París en 1793, para reducir a buen camino a los  libertinos y forajidos de la Revolución Francesa.
Dícese de Napoleón que, desterrado ya en Santa  Elena, exclamaba recordando sus victorias y su derrota definitiva: «La  desgraciada guerra de España es la que me ha derribado». Pero esta  guerra no la vencieron nuestros reyes ni nuestros intelectuales; la  venció aquel pueblo que había recibido con sumisión y  fidelidad las enseñanzas del «enviado de Dios». Este pueblo,  fiel a la misión de fray Diego, no traicionó a su fe ni a su  patria; los intelectuales y gobernantes, que habían rechazado esa  misión, traicionaron a su patria, porque ya habían traicionado a  su fe.
Sólo Dios puede medir y valorar –como  sólo Él los puede premiar– los frutos que produjo la  constante y difícil, fecunda y apostólica actividad misionera del  Beato Diego José de Cádiz. Describiendo él su  vocación religiosa decía: «Todo mi afán era ser  capuchino, para ser misionero y santo». Y lo fue. Realizó a  maravilla este triple ideal. Su vida fue un don que Dios concedió a  España a fines del XVIII. Por la gracia de Dios y sus propios  méritos, fray Diego fue capuchino, misionero y santo.

Serafín de Ausejo, O.F.M.Cap.,
Beato Diego José de Cádiz, en Año Cristiano,  Tomo I,
Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 684- 687






Todo lo que para mí era ganancia lo he estimado pérdida comparado con Cristo. Más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él, lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo. Flp. 3, 7-8