27 de Mayo
SAN AGUSTÍN DE CANTORBERY,(*)
Obispo y Confesor
SAN AGUSTÍN DE CANTORBERY,(*)
Obispo y Confesor
San Agustín de Inglaterra o de Cantorbery
debe ser considerado como el apóstol de los anglosajones, por ser quien, junto
con los treinta y nueve monjes que le acompañaban, dio comienzo en 596 a su
conversión. Es cierto que la primera idea y el impulso principal vino de San
Gregorio Magno; pero él fue quien echó sobre sus hombros y realizó una buena
parte de aquella empresa, que llegó a su feliz término a fines del siglo VII,
hacia el año 680. Todo esto coloca a San Agustín de Cantorbery entre los grandes
apóstoles de Cristo, al lado de San Patricio de Irlanda, de San Bonifacio de
Alemania y de tantos otros evangelizadores de la fe.
Nada sabemos sobre su vida anterior al
año 596, en que dio comienzo a su gran empresa, sino que era monje y prior en
el monasterio de San Andrés, que San Gregorio Magno había fundado en Roma. En
Inglaterra había penetrado el cristianismo desde muy antiguo, según se
desprende de los testimonios de Tertuliano y Orígenes. Así, en pleno siglo IV,
sus habitantes, los bretones, eran en buena parte cristianos; pero, al
retirarse las legiones romanas a principios del siglo V, se vieron acosados por
los pictos y escoceses, y, no sintiéndose con fuerzas para defenderse contra
ellos, llamaron en su auxilio a los sajones del norte de Alemania.
Efectivamente, hacia el año 449 entraron éstos por la isla de Thanet y
rápidamente fueron conquistando la Gran Bretaña y, volviéndose contra los
mismos bretones, los fueron acorralando, a ellos y a los demás indígenas, a los
territorios occidentales de la isla. De este modo un buen número de bretones
emigraron al norte de Francia, al que dieron el nombre de Bretaña, y los demás
quedaron reducidos a los territorios de Gales y Cornualles. Aquí poseían los
bretones durante el siglo VI florecientes monasterios, excelentes príncipes
cristianos y grandes obispos, como San David de Menevia († 544) y los Santos
Paterno, Udoceo y otros. Mas, por otra parte, su odio nacional contra los
anglosajones fue creciendo de tal manera que imposibilitaba por completo cualquier
intento de evangelización. De este modo, el pueblo anglosajón persistía en el
paganismo, y en las siete provincias en que había dividido la Gran Bretaña el
cristianismo había prácticamente desaparecido.
Pero lo que los cristianos bretones,
movidos de su odio nacional contra los anglosajones, no querían o no podían
realizar, es decir, la conversión de este pueblo pagano, lo intentó y realizó
el Romano Pontífice desde Roma. Ya fue un buen principio el hecho de que, a
fines del siglo VI, el joven rey de Kent, Ethelberto, aunque pagano, tomó por
esposa a la cristiana Berta, hija del rey merovingio de Francia, y al mismo
tiempo la dejó en plena libertad para practicar su religión. Tal vez este hecho
fue el que suscitó en San Gregorio Magno (590-604) la idea de la evangelización
de tan noble pueblo. El hecho, bien atestiguado por los historiadores antiguos,
es que este gran Papa dio orden al presbítero Cándido, administrador suyo en
los territorios provenzales pertenecientes al patrimonio de San Pedro, para que
le procurara algunos esclavos anglosajones, muy abundantes entonces en el
puerto de Marsella. Su plan era educarlos en algunos monasterios de Roma y
enviarlos luego a evangelizar a sus compaisanos de la Gran Bretaña.
Pero San Gregorio Magno, el hombre de las
grandes empresas, no tuvo paciencia para esperar la realización de este plan,
que necesariamente debía ser muy lento. La circunstancia de la muerte, a
principios del 596, del rey de Austrasia y la subida al trono de Brunequilda,
tan adicta a los planes de San Gregorio, acabó de determinarlo. Efectivamente,
el mismo año 596 escogió al abad Agustín, bien conocido por la solidez de sus
virtudes y su espíritu ardiente y emprendedor, que no se arredraba ante ninguna
dificultad cuando se trataba del servicio de Dios, para que, acompañado de un
buen número de monjes misioneros, acometiera aquella gloriosa empresa de la
conversión de Inglaterra. Escogidos, pues, los treinta y nueve monjes que
debían acompañarle, partieron en la primavera del año 596 para Francia en
dirección a la Gran Bretaña.
Llegados a la Provenza, se detuvieron
unos días en el célebre monasterio de Lerins, donde fueron magníficamente
acogidos por su abad Esteban, el obispo de Aix, Protasio, y el patricio Arigio.
Ansioso San Agustín de dar comienzo a su empresa, siguió preparando todo lo que
era necesario para la misión de Inglaterra; pero, entretanto, sus compañeros se
espantaron de tal manera al escuchar de los monjes de Lerins las descripciones
sobre las dificultades de la conversión de los anglosajones, y sobre todo sobre
la extrema crueldad de este pueblo, que Agustín se vio forzado a volver con
ellos a Roma.
Pero San Gregorio Magno no retrocedía
fácilmente ante una empresa comenzada. Haciéndose cargo de las inmensas
dificultades que se oponían a tan ardua empresa, con la afectuosa energía que
le era característica, procuró suscitar en el corazón de aquellos misioneros
los sentimientos de generosidad con el Señor, que los escogía para una obra tan
de gloria suya; invistió a San Agustín con la dignidad abacial, les proveyó
abundantemente de cartas de recomendación para los obispos de Francia y la
reina Brunequilda, y de este modo partieron de nuevo, llenos del mayor
entusiasmo, para Inglaterra. Pasaron el invierno en Autun, siguieron luego por
Orleáns y Tours, y, finalmente, acompañados de algunos intérpretes, se
embarcaron, probablemente en Boulogne, con rumbo a la Gran Bretaña.
Era la hora señalada por la Providencia.
En la primavera del año 597 San Agustín de Inglaterra, con el ejército de
monjes que le acompañaban, desembarcaba en la isla de Thanet, es decir, en el
mismo lugar donde siglo y medio antes habían desembarcado los invasores. La
segunda conquista de Inglaterra que ahora se emprendía, era más difícil y debía
durar más tiempo que la primera; era de un tipo puramente espiritual. Las
crónicas antiguas se complacen en presentarnos a la figura, casi gigantesca, de
San Agustín, que sobresalía por encima de todos los demás. Al acudir el rey
Ethelberto a su llamada, los misioneros aparecieron ante él llevando por
delante una gran cruz y recitando procesionalmente las letanías. Impresionado
el rey ante aquel espectáculo y ante la petición que se le hacía de que se les
concediera amplia libertad para predicar el Evangelio, quiso primero escuchar
una exposición sumaria sobre la doctrina cristiana y la obra redentora de
Jesucristo, y luego concedió generosamente lo que le suplicaban.
Agustín y sus compañeros pusieron al
punto manos a la obra. Dirigiéronse a Dorovernum o Cantorbery, capital de la
provincia o reino de Kent, y allí junto a la capilla de San Martín, utilizada
por el capellán de la reina Berta, Liudardo, establecieron su primera
residencia e iniciaron la predicación. El pueblo acudía espontáneamente a la
explicación del Evangelio de Cristo, y, viendo el admirable ejemplo de San
Agustín y sus compañeros, se sentían impulsados a la doctrina que les
anunciaban. La primera conversión insigne fue la del mismo rey, ya preparada
por la suave influencia de su cristiana esposa y el trabajo paciente de su
capellán. Después de instruido convenientemente, el 2 de junio del año 597,
recibió las aguas del bautismo.
Con todo esto se fue preparando el gran
acto de las Navidades del 597, que marcan, indudablemente, el punto de partida
de la conversión en masa del pueblo anglosajón. Con su acostumbrada prudencia,
Ethelberto quiso dejar en plena libertad religiosa a todos sus súbditos, y así
gran número de nobles, guerreros y masas del pueblo continuaron recibiendo la
instrucción necesaria, hasta que el 25 de diciembre se celebró con gran
solemnidad el bautismo de una inmensa muchedumbre, que algunos elevan a diez
mil. Entre esta multitud de nuevos cristianos se hallaban muchos miembros de la
más elevada nobleza de Kent. El celo apostólico de San Agustín recibía su
primera recompensa. Con esto quedaba él consagrado como el apóstol de los
anglosajones, el apóstol de Inglaterra.
Fácilmente se comprende la inmensa
alegría que experimentó el Papa San Gregorio Magno al recibir la noticia de
todos estos acontecimientos de boca del presbítero Lorenzo y del monje Pedro,
enviados expresamente a Roma por San Agustín. Su ensueño era ya una realidad.
Sin poder contener su entusiasmo, escribió al punto a su amigo Eulogio,
patriarca de Alejandría, dándole cuenta de tan halagüeñas noticias. Asimismo
dirigió sendas cartas de congratulación a sus colaboradoras, Brunequilda, reina
de Austrasia y Neustria, y Berta, esposa de Ethelberto, de Kent. Pero, sobre
todo, escribió a San Agustín, héroe principal e instrumento de Dios en la
conversión de Inglaterra.
Por su parte, Agustín procuró desde
entonces asegurar y llevar adelante la obra comenzada. Para ello, sea antes del
gran acto de las Navidades, sea poco después de él, se dirigió a Francia, y
allí recibió del obispo de Arlés la consagración episcopal. Por otra parte, el
presbítero Lorenzo y el monje Pedro volvieron pronto de Roma cargados de
reliquias, instrumentos del culto y libros religiosos, que fascinaban a los
pueblos recién convertidos; pero, sobre todo, traían consigo nuevos misioneros,
que el Papa enviaba a Inglaterra. Ethelberto, por su parte, colaboraba a esta
grandiosa obra de San Agustín. Hizo donación de su propio palacio, que al punto
fue convertido en monasterio y residencia del obispo, En lugar de un templo
pagano, hizo levantar una iglesia cristiana, dedicada a San Pancracio, y no
lejos de allí hizo construir la abadía de San Pedro y San Pablo, que más tarde
tomará el título de abadía de San Agustín, tumba de los reyes y obispos de Kent.
En el interior de la ciudad se elevará la iglesia de Cristo, que recordará la
basílica de Letrán, de Roma.
De este modo, la obra de San Agustín
realiza rápidos progresos. Por esto, el año 601 envía de nuevo a Roma sus
legados Lorenzo y Pedro, quienes informan ampliamente al Papa y le piden nuevos
misioneros y abundantes instrucciones para su obra de evangelización. A todo
accede San Gregorio Magno, lleno de comprensión y entusiasmado ante el heroísmo
de aquellos abnegados apóstoles. Una nueva expedición de doce misioneros sale
de Roma para Inglaterra en junio de 601, bajo la dirección de Melitón. Este
lleva a San Agustín las respuestas del Papa a multitud de consultas de orden
disciplinario y litúrgico, donde, dando el más insigne ejemplo de prudencia y
comprensión y de lo que hoy día se denomina espíritu de acomodación, da
disposiciones acertadísimas. Respecto de los templos "no conviene
—decía—derribarlos, sino solamente los ídolos en ellos existentes". De un
modo semejante, por lo que se refiere a las costumbres nacionales, "como
hay costumbre —le dice— de hacer sacrificios de bueyes a los demonios, es
conveniente cambiarla en una fiesta cristiana. Así las fiestas de la Dedicación
y de los Mártires podrían celebrarlas por medio de banquetes fraternales".
Junto con estas instrucciones, los nuevos
misioneros y legados del Papa traían a San Agustín otras misivas importantes.
En primer lugar, le entregaron de parte del Papa el palio arzobispal, a lo que
se añadía su nombramiento como primado de todas las iglesias de Inglaterra.
Como complemento de todo, enviaba el Papa un plan completo de la organización
jerárquica de toda la Gran Bretaña o la Heptarquía. que sólo, poco a poco, se
fue realizando. Ante todo, Londres y York, ya desde los bretones sedes episcopales,
eran constituidas en metropolitanas para el sur y norte de Inglaterra, y a cada
una se le asignaban doce sedes episcopales sufragáneas.
Tal fue el conjunto de las instrucciones
y disposiciones enviadas por San Gregorio Magno a Inglaterra el año 601.
Indudablemente, las disposiciones sobre la organización jerárquica eran
prematuras. Pronto se vio que, en lugar de Londres, era preferible erigir a
Cantorbery como metropolitana y juntamente primada de Inglaterra. Con el
entusiasmo y el optimismo suscitado en Roma por los triunfos obtenidos,
fácilmente se imaginaban que la conversión de toda la Heptarquía era cuestión
de poco tiempo. Esto iría enseñando que en asunto tan importante sólo se podía
avanzar lentamente.
Así, pues, por el momento, San Agustín
era el único obispo para la Gran Bretaña sajona. Pero mientras los demás
misioneros, alentados con los nuevos estímulos y nuevos instrumentos recibidos
de Roma, y robustecidos con la nueva falange de apóstoles, continuaban
avanzando en la evangelización del territorio de Kent, San Agustín realizaba,
por así decirlo, un intento de carácter diplomático. Concibió, pues, el plan de
entrevistarse con los dirigentes de la iglesia bretona, con el fin de llegar a
un acuerdo, con lo cual obtendría de ellos gran abundancia de misioneros. Le
era bien conocido el odio existente entre las dos razas; pero era necesario
intentar la unión, con la esperanza de que el espíritu cristiano se
sobrepusiera a todos los rencores nacionales. Llegóse, pues, el mismo año 601 a
una asamblea entre San Agustín y los obispos y literatos bretones,
representantes de su pueblo, venidos del gran monasterio de Bangor. San Agustín
se presentó como legado pontificio, y pidió únicamente estas tres cosas: que
renunciaran a su cómputo pascual; que siguieran el rito romano en la
celebración del bautismo, dejando un conjunto de ceremonias especiales usadas
entre ellos, y que trabajaran con los romanos en la evangelización de los
anglosajones. Fue imposible llegar a un acuerdo. Ni podían avenirse a reconocer
la autoridad superior de San Agustín, ni a abandonar sus ritos llamados culdeos, y mucho menos a evangelizar a
sus mortales enemigos, los anglosajones.
Reducidos, pues, a sus propias fuerzas,
San Agustín y sus compañeros se lanzaron con nuevos bríos al trabajo de
misionización. De este modo, en 604, a la muerte del gran protector de
Inglaterra, San Gregorio Magno, se pudo establecer un segundo obispado en
Rochester con su primer obispo, justo, quien inició sus ministerios en una
humilde iglesia con el título de San Andrés. Al mismo tiempo se organizó un
tercer obispado en Londres, mientras se iniciaba la evangelización de Essex. En
efecto, Londres era la capital de la provincia o reino de Essex, y allí residía
su príncipe Sébert, sobrino de Ethelberto de Kent. Envíale, pues, éste algunos
misioneros, a cuya cabeza iba Melitón, a quien se nombró obispo de la nueva
iglesia de Londres. El mismo Ethelberto sufragó los gastos para la construcción
de la primera iglesia, dedicada a San Pablo, con todo lo cual se inició la
misión de Essex, que poco después fue tomando rápido incremento.
Hasta este punto llegó la obra de San
Agustín en la conversión de la Gran Bretaña sajona, Al morir él en mayo de 605
sucedióle su discípulo predilecto Lorenzo, consagrado por él poco antes de
morir. El territorio de Kent quedaba convertido en una buena parte, y se había
iniciado la conversión de Essex. Además del obispado de Cantorbery existían los
dos de Rochester y Londres. No era muy grande la extensión alcanzada por las
conversiones anglosajonas, pero la semilla estaba echada. Aun estos territorios
evangelizados tuvieron que atravesar una difícil prueba; pero la semilla se desarrolló
después hasta llegar, durante todo el siglo VII, a la conversión de toda la
Heptarquía. La encarnizada oposición entre los bretones y los anglosajones
continuó durante largos años, hasta que, al fin, el año 664 se llegó a la
definitiva unión, si bien a costa de alguna escisión dolorosa.
Se ha pretendido rebajar el mérito de la
obra y la personalidad de San Agustín de Inglaterra atribuyendo, por un lado,
toda la gloria a San Gregorio Magno, y, por otro, echándole a él la culpa de la
desunión con los bretones. Pero esto es sacar las cosas de sus quicios. En los
comienzos de la gran empresa de la conversión de los anglosajones San Gregorio
Magno, tiene la gloria de haberla ideado y protegido, y San Agustín la no menos
grande de haberla realizado. Por otra parte, la desunión entre los bretones y
anglosajones era cuestión de razas, exacerbada por los excesos cometidos por
los invasores, y sólo con el tiempo pudo ser poco a poco superada. San Agustín
fue sumamente venerado en la Edad Media y merece justamente el título de
apóstol de la Gran Bretaña.
BERNARDINO LLORCA, S. I.
- * Año Cristiano, Tomo I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.