10 de Junio
BEATO JUAN DOMINICI(*)
Obispo y Confesor |
¡Ignorante y tartamudo! No son éstas, padre prior, las mejores cualidades para un dominico. Y Juan fue rechazado. Aquélla noche Paula y Domingo lamentaron su pobreza. Su hijo era un obrero y cualquier otra aspiración fracasaría por la escasez de medios económicos. Aquel muchacho tendría que continuar partiendo el pan áspero con sus duras manos. Sin embargo, en aquel hogar pobre ardía una llama inextinguible y poderosa: Dios. Y lo llenaba todo, y todo lo envolvía y transformaba. El trabajo, duro y necesario, era un paréntesis que se abría, de madrugada, en la iglesia de los dominicos de Santa María-Novella, y se cerraba allí mismo con la tarde.
Su carácter viril y la voz de Dios
vitalmente sentida le determinan a pedir nuevamente el ingreso en la Orden de
Predicadores. Los Padres comprendieron que aquel joven tenía en su vida un
camino único, que nacía allí, en Santa María-Novella. Y, sin querer parar
mientes en su aspecto rústico y la torpeza de su decir, Juan fue admitido.
El año de noviciado fue una línea
ascendente: desde los primeros días en que su estilo torpe constituía motivo
para la sonrisa vana, hasta el respeto y la admiración por el hombre esforzado
y por el religioso entregado a Dios plenamente. El silencio, la oración, el
ascetismo de su vida, la amabilidad entregada, el amor absoluto a Dios y a los
suyos constituyeron la meta ganada con la gracia de Dios y el esfuerzo continuo
y vigilante. Desde el principio dio con la clave que transforma lo mínimo e
insignificante. El detalle delicado, la palabra cálida, el gesto y la mirada
reprochando dulcemente, todo habla de amor. La observancia exacta, la rúbrica
sentida, la disciplina cruel, el sueño domeñado y la entrega absoluta y
sencilla, todo habla de amor. Y Dios con él, impulsando aquel brío
irresistible. Fray Juan tenía una misión difícil en la Orden: vitalizar la
observancia. Por eso convenía que él probase hasta dónde puede el hombre y en
qué punto ha de esperar.
La profesión constituyó para él la
autonomía de la austeridad y de la exigencia. Frecuentemente era pan y agua su
única refección. Dormía escasamente sobre un saco y vestía muy pobremente, pero
con limpieza.
El estudio, tan sagrado en la Orden de
Predicadores, constituyó su pasión. Hombre inteligente y fino terminó la
carrera, siendo propuesto para graduarse académicamente. Renunció, sin embargo.
Se lo sugirió una humildad sencilla y cierta.
La fatiga del estudio busca
compensaciones. Fray Juan es artista. Y llenará los libros corales con sus
delicadas y sugestivas miniaturas. Así comenzó su predicación. El dibujo
cariñoso y sugerente de la vida de Cristo y sus milagros orientaba la salmodia
hacia la meditación. Esta preocupación por el arte al servicio de Dios le
acompañará más tarde a los conventos que visite y funde.
Con la ordenación sacerdotal el amor a
las almas culmina en un anhelo impetuoso por la predicación. Sólo una pena
ensombrece el gozo de su vida. Su lengua sigue torpe y ridícula. Estando en
Siena le invadió la tristeza. Se sintió inútil. Lloró. Las lágrimas dieron
transparencia a su mirada y aquella noche se arrodilló ante una imagen de Santa
Catalina. Y le pidió un milagro. Se lo exigió por amor de Dios y el prodigio se
realizó. Su lengua se torna ágil y expedita.
Florencia girará en torno de este
extraordinario y súbito predicador. Su ciencia, su prodigiosa memoria, su
pasión avasalladora y serena se conjugan en un decir limpio y cautivador.
Predicará durante muchas Cuaresmas en Florencia. Habrá días que suba al púlpito
cinco y seis veces. Nunca el cansancio en él. Siempre el interés en los que le
escuchan. "El hombre tiene un alma generosa y se deja convencer más
difícilmente por la dulzura que por el rigor." Eso dijo y así obró.
Recorre las principales ciudades y villas de Italia. Censura los vicios con un
patetismo profético e invita a los pueblos a una renovación de la vida
cristiana. El flagelo en su palabra suscita el rencor hasta el punto de ser
amenazado con el exilio. Por amor de la paz abandona Venecia y se retira a
Florencia. Allí conjuga el aislamiento monástico con la predicación cíclica en
los tiempos litúrgicos, San Vicente Ferrer renuncia a predicar en Florencia:
"¿A quién queréis oír teniendo al padre Juan Dominici?"
Una idea le obsesiona: la restauración de
los conventos. La terrible peste de 1348 y los cinco años siguientes arrasó los
monasterios. El de Santa María-Novella vio morir en cuatro meses a setenta de
sus frailes. Los supervivientes se retraían y se sentían incapaces del rigor
primitivo. Juan Dominici predicaba. Los jóvenes eran su presa. Necesitaba
muchachos generosos y decididos, y los tuvo en gran número después de su
predicación.
Acepta el priorato de varios conventos
con el ánimo de imponer la reforma ansiada. La labor es dura y surge la
oposición. Santo Domingo de Venecia, el convento de Cittá di Castello, el de
Fabriano y otros recibieron el impulso de su espíritu emprendedor.
Posteriormente es elegido vicario general de los conventos observantes en los
Estados de Venecia y de la provincia romana. Ha llegado el momento. Comprende
que la labor es áspera y lenta. Por eso dedica su vitalidad y esfuerzo a la
creación de una Casa Noviciado. Es la clave. Que el espíritu y la vida no se
improvisan. Es preciso nacer y respirarlo para que se haga sangre en cada uno.
Con este fin nació el convento de Cortona, situado en un paraje delicioso,
donde el clima y el cielo empujan hacia Dios.
Las religiosas, pensó el padre Juan,
están íntimamente vinculadas a nuestra vida dominicana. Con este convencimiento
restauró el convento del Corpus Domini y el de San Pedro Mártir, de Florencia.
En este monasterio su anciana madre terminó sus días. La labor tenía sólidas
bases.
Una labor gigantesca exige un hombre
fabuloso. El cisma de Occidente estaba enconado.
A la muerte de Inocencio VII es elegido
Gregorio XII. Este y Benedicto XIII pudieron llegar a un acuerdo e intentaron
reunirse en Saona. Tal entrevista no llegó a realizarse. Siete cardenales de
Gregorio XII le abandonan. Lo mismo le sucede a Benedicto XIII. Ambos grupos
convocan un concilio general en Pisa y allí eligen nuevo antipapa a Pedro
Philargi, que toma el nombre de Alejandro V. A éste sucede Juan XXIII.
La labor diplomática del padre Juan
Dominici en el cónclave de elección de
Gregorio XII fue tal que el nuevo Papa a quien hizo prometer la renuncia al
Papado en el momento conveniente, le mantuvo junto así. Fue elegido arzobispo
de Ragusa y posteriormente cardenal. La critica se cebará en él. "Acepto
esta dignidad como Cristo aceptó su corona de espinas”.
Gregorio XII le envía a Alemania para
tratar con el emperador Segismundo el modo de terminar con el funesto cisma.
Fiel a Gregorio, le convence de la urgencia de renunciar a la dignidad papal
por el bien de la Iglesia. Por fin el Papa convoca el concilio de Constanza, en
el que los tres papas renunciarán a su pretendida dignidad. Juan XXIII promete
su asistencia. Benedicto XIII anuncia un representante suyo y Gregorio XII
delega en Juan Dominici, quien, con la renuncia escrita,
envolverá hábilmente a los presuntos papas. Anuncia que Gregorio XII abdicará
si los otros dos lo hacen igualmente. Juan XXIII aceptó. Fue el momento. Juan
Dominici leyó con gran emoción la renuncia escrita de Gregorio.
La huida de Juan XXIII y la rebeldía de
Benedicto XIII fueron suficiente razón para que aquellos hombres perdieran el
prestigio.
Juan Dominici convoca nuevamente el concilio en nombre de Gregorio XII y el 11 de
noviembre de 1417 es elegido verdadero papa Martín V. Pero antes un gesto
generoso de Juan Dominici emocionó a los cardenales. El, que había aceptado la
púrpura cardenalicia para el bien de la Iglesia, renuncia ahora humildemente.
Ahora que su labor parecía ya terminada. Despojándose de los distintivos fue a
sentarse entre los obispos. Aquel gesto hizo que los cardenales volvieran a
incorporarle al Sacro Colegio.
La unión anhelada ha sido conseguida. El
prestigio de Juan Dominici no
disminuye, como tampoco se apaga su dinamismo y trabajo por el bien de la
Iglesia. Ahora es el encargo de extender en los reinos del Norte los decretos
del concilio y vencer las herejías de Wiclef y de Hus. Acompaña a Martín V
hasta su nombramiento de legado apostólico en Hungría y Bohemia.
Cuando trabajaba en el proyecto de una
grandiosa obra apostólica y de evangelización de aquellos reinos, el Señor le
llamó cariñosamente a su gozo.
Murió a los setenta años, el día 10 de
junio de 1420. En plenitud de vida y santidad, dedicado entusiásticamente,
juvenilmente, a la salvación de los hombres.
El ha muerto. Ahí quedaba su obra, su
testimonio, su martirio, su figura como un hito sublime. Murió un hombre
perfecto, un religioso terminado, un dominico íntegro. Un santo. Que, al fin,
fue su máxima obra.
JOSÉ LUIS GAGO, O. P.
- * Año Cristiano, Tomo II, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.