9 de septiembre
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A 50 kilómetros de Vitoria por carretera, escondido
en las estribaciones fragosas que separan a las dos provincias hermanas de Guipúzcoa
y Alava, se halla situado el célebre santuario mariano de Nuestra Señora de Aránzazu,
patrona de Guipúzcoa. El lector que quiera conocer con más exactitud su
emplazamiento geográfico no tiene más que trazar sobre el mapa una
circunferencia que atraviese las localidades alavesas de Salvatierra y Araya,
las navarras de Ciordia y Alsasua, y las guipuzcoanas de Cegama, Legazpia, Oñate,
Mondragón y Salinas de Léniz, para venir a cerrarla otra vez en Salvatierra.
En el centro aproximadamente de esta circunferencia, en terreno de Guipúzcoa y
jurisdicción de la villa de Oñate, se encuentra el santuario de la Virgen de
Aránzazu. El escenario es de una orografía impresionante: verdadero dédalo de
montañas, peñascales y barrancos. La fábrica del santuario está literalmente
colgada al borde del precipicio, cual nido de águilas. Al sur corta el
horizonte la ondulante línea de la sierra de Elguea. Al norte y nordeste se
prolongan en cadena los macizos de Aloña y del Aizgorri. Entre este último
monte y el santuario, a 1.200 metros sobre el nivel del mar, se despliega, a
manera de gracioso regazo, la idílica meseta de Urbia, estación prehistórica
y zona de pastoreo durante el verano. A pocos kilómetros del santuario discurrían
antaño las tres vías o arterias principales por las que Guipúzcoa hacía su
comercio con Castilla, a saber: la que pasaba por el túnel natural de San Adrián,
muy cerca del punto donde se juntan las tres provincias de Guipúzcoa, Alava y
Navarra; la llamada calzada de Calahorra, abierta al socaire del monte de San
Juan de Artía, y la del alto de Arlabán, en Salinas de Léniz. Excepto esta última,
las otras dos quedaron abandonadas al construirse las modernas carreteras. Mejor
dicho, la primera se ha desplazado unos pocos kilómetros al este, y convertida
en carretera nacional Irún-Madrid, es la que pasa actualmente por el puerto de
Echegárate.
Para el que quiera conocer los orígenes históricos
del santuario de Aránzazu, el informador y guía insustituible es el
historiador mondragonés Esteban de Garibay y Zamalloa, que en 1571 publicó en
Amberes su monumental Compendio Historial
de los reinos de España, dividido en 40 libros. Esta obra es la primera
historia general de todos los reinos que integraban la monarquía española.
Dieciocho años antes, en 1553, un incendio había reducido a pavesas el
monasterio de Aránzazu con todas sus dependencias, salvo la iglesia, y con este
desgraciado accidente se destruyeron las Memorias y documentos relativos al
principio y fundación, que, sin duda, existirían.
Garibay es, pues, hoy por hoy, la fuente más
antigua que poseemos para conocer los principios de Aránzazu. En su Compendio
Historial dedica un capítulo entero a este santuario: el capítulo 25 del libro
XVII. Si a primera vista puede parecer un tanto chocante el que en una historia
general de España se haga una mención tan detenida de Aránzazu, la extrañeza
se disipará al saber que Garibay era natural y vecino de Mondragón, y
descendiente de Oñate, villas ambas muy cercanas al santuario y muy vinculadas
al mismo, y que un hijo del propio historiador, de nombre Crisóstomo, fue
religioso del monasterio de Aránzazu.
Garibay, pues, al historiar el reinado de Enrique
IV de Castilla, informa lo que sigue:
"En estos tiempos de tanta calamidad y
miseria, la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, tuvo por bien de
visitar a la región de Cantabria (sabido es que Garibay creía que la antigua
Cantabria que tuvo en jaque a las legiones de Augusto estuvo situada en Guipúzcoa)
con una santa y devota imagen suya, que por divina providencia apareció en un
profundo e inhabitable yermo del término de la villa de Oñate, en las faldas
de la grande montaña, llamada Aloya (sic, hoy decimos Aloña), que pasó, de
esta manera, según tengo relación cierta de un viejo de ciento siete años,
que al tiempo que la santa imagen se halló, era mozo de diez años, y de otros
de a noventa y más años. En este año de 1469, uno más o menos, un mozo, que
guardaba ganado, llamado Rodrigo de Balzategui, hijo de la casa de Balzátegui,
de la vecindad de Uribarri, jurisdicción de la dicha viIla de Oñate, guardando
las cabras de su casa en las faldas de la dicha montaña de Aloya, un día sábado,
que es dedicado a la Virgen María, descendió por sus vertientes abajo, guiado
por la mano de Dios, a lo que piadosamente se debe creer. Cuya inmensa Majestad
siendo servido, que dende en adelante, fuese en aquel desierto perpetuamente
loado y ensalzado su nombre y el de la Reina de los Angeles, Madre suya y
Protectora nuestra, siendo de los fieles cristianos de diversas partes aquel
lugar visitado y reverenciado, permitió que a este mozo pastor se le apareciese
en aquel profundo sobre un espino verde, una devota imagen de la Virgen María,
de pequeña proporción, con la figura de su hijo precioso en los brazos, y una
campana, a manera de grande cencerro, al lado. Esto sucedería en tiempo de
verano, pues a tal lugar, ajeno de pastos de invierno, llevaba su ganado. De
este caso tan impensado, se admiró el pastor, y juzgándolo por cosa de Dios,
rezó la Ave María y otras oraciones que sabía, y luego con grande reverencia,
cubriendo la santa imagen con ramas y otras cosas, que a mano pudo haber, ya que
vino la noche, volvió con el ganado a su casa, Donde refiriendo el caso, y
siendo después avisada la villa y regimiento de Oñate, con la justicia
concurrió mucha gente del clero y pueblo, guiándolos el pastor, y con harto
trabajo, llegados al lugar, hallaron la santa imagen, puesta en el espino verde.
Entonces con grande hervor y devoción, hincándose todos de rodillas, dieron
muchos loores y gracias al omnipotente Dios, y a la Virgen y Madre suya, porque
con tan preciosa joya, y en semejante lugar puesta, que no carecía de grande
misterio, los había querido visitar del cielo."
Este es el relato que hace Garibay de la
misteriosa aparición o hallazgo de una imagen de la Virgen por el pastor
Rodrigo de Balzátegui, sobre un espino, árbol que en vasco se llama arantza,
de donde parece que vino el llamar a este santuario con el nombre de Aránzazu.
Este mismo relato, más o menos exornado con detalles y aditamentos legendarios,
ha sido ampliamente cantado y difundido por la poesía popular vasca de carácter
oral.
Cabe preguntarse si es todo historia o si hay
mezcla de leyenda en este relato recogido a cien años de distancia de los
sucesos. No deja de ser curioso -y ello más bien acredita su historicidad- que
Garibay, después de habernos dado esta versión, nos dice que existen también
otras variantes del relato. Dice, por ejemplo, que, según otros, la imagen fue
hallada por una pastora, llamada María de Datuxtegui, de la misma vecindad de
Uribarri, "y otros refieren otras
cosas"; pero el concienzudo historiador da como única versión auténtica
la arriba transcrita y dice haber sido testificado de ello "por
hombres muy viejos y ancianos y fidedignos" "después de mucha
diligencia". Dice también que los primeros religiosos que habitaron el
santuario "solían hacer muchas
caricias y honra al Rodrigo, como a persona a quien la santa imagen fue revelada".
De hecho, hasta el día de hoy subsiste la casería de Balzátegui en el dicho
barrio de Uribarri. Y el sagaz historiador de nuestros días, padre Adrián de
Lizarralde, ha hallado entre los papeles del archivo de Oñate dos Rodrigos de
Balzátegui, padre e hijo, que en 1489 dieron el uno treinta maravedíes y el
otro dos maravedíes para ayudar a la reconstrucción de la rúa nueva de Oñate,
que se había incendiado ese año. El primero de dichos Rodrigos muy bien puede
ser el afortunado pastor que halló la imagen.
El momento histórico en que tuvo lugar la
misteriosa epifanía de la Virgen de Aránzazu queda harto insinuado con las
palabras de Garbay "En estos tiempos de tanta calamidad y miseria". Es
de sobra conocido el estado de Castilla, y de España en general, por los años
de Enrique IV. Años de anarquía, turbulencias y feroces desórdenes. Eran los
últimos coletazos de una nobleza de tipo feudal, levantisca, que se insolentaba
ante un rey débil y tenía a la nación en perpetuo desasosiego y luchas
intestinas. En las provincias vascongadas hallamos el mismo fenómeno: los
llamados parientes mayores, especie de nobleza a imitación de la de Castilla,
asolaban el país con sus luchas de banderizos. Con la subida de Isabel al trono
de Castilla, todo esto acabará para siempre. Los municipios vascos se unen
entre sí para defenderse contra las pretensiones de los caciques y consolidan
su autonomía. Unicamente Oñate, feudo del conde de Guevara, conocerá aún,
por excepción, una anacrónica prolongación y supervivencia del régimen de
vasallaje, que duró hasta el siglo XIX.
Cuando Garibay escribía, las luchas de bandos
que habían ensangrentado el país a fines de la Edad Media ya habían pasado a
la historia, pero su recuerdo estaba aún fresco y vivo, y Garibay relata con
cierta delectación y morosidad muchos episodios de ellas, pues él mismo
pertenecía a una de las más ilustres familias, que había tomado parte activa
en aquellas luchas. Y no olvidemos que Ignacio de Loyola, el santo fundador de
la Compañía, es otro vástago de aquellas familias rudas y altivas, que tanta
guerra dieron con sus turbulencias.
La manifestación de la Virgen de Aránzazu,
coincide, pues, de hecho cronológicamente con la finalización de la luctuosa
época de las guerras de bandos y con el inicio de una nueva era de paz y
prosperidad bajo el signo de un más auténtico cristianismo. Y por esto, sin
duda, la Virgen de Aránzazu ha sido considerada tradicionalmente como la
pacificadora de los odios y discordias y el símbolo de la nueva época. El
advenimiento de la Andra Mari de Aloña clausura la Edad Media con sus restos de
paganismo y su secuela de odios y luchas fratricidas, y abre la puerta a la Edad
Moderna, edad de paz, de prosperidad, de un robusto y acendrado cristianismo, la
edad, en fin, de las grandes empresas en Europa y ultramar.
En 1686 el padre Juan de Luzuriaga publicará en
México la primera historia de la Virgen de Aránzazu con el pomposo título de Paraninfo
celeste. Historia de la mística
zarza, milagrosa imagen y prodigioso Santuario de Aránzazu. Cuatro años más
tarde, o sea en 1690, la obra se reeditó en San Sebastián. Su autor, que era
alavés, había vivido largos años como religioso del santuario. Desplazado
luego a México, concentrados y avivados por la lejanía sus recuerdos, escribe
y publica allí su historia. En su relación figuran ya muchas estructuras
metahistóricas y en todo el libro se respira un pesado ambiente de
maravillosismo y alegoría, muy del gusto de la época. Para el padre Luzuriaga
es incontestable que la imagen de la Virgen de Aránzazu ha sido hecha por el
mismo Dios; si ya no es que a sus palabras se deba dar el valor de un puro género
literario. En realidad, la imagen de la Virgen de Aránzazu, según los
entendidos, es del siglo XIII, y por su estilo, traza y características entra
de lleno en el género de las llamadas imágenes góticas o Andra Maris, que el
padre Lizarralde ha descrito conforme al consabido esquema. La Madre aparece
sentada en su trono, con atuendo y diadema de Reina; su actitud, un tanto hierática,
está dulcificada por la belleza y perfección de sus formas humanas. Sobre su
rodilla y mano izquierda descansa el Niño, desnudo, y mucho más toscamente
logrado que la Madre. En su mano derecha la Virgen ostenta una bola, que no se
sabe si es símbolo del mundo o de la realeza, o una alusión a la manzana del
paraíso. La efigie es sumamente diminuta, pues sólo mide 36 centímetros de
largo. Otro detalle digno de mención es la materia de que está hecha, ya que
la Virgen de Aránzazu es de piedra, cuando todas las otras tallas de alguna
antigüedad en la región son de madera. Complemento esencial de la imagen de la
Virgen de Aránzazu es la campana, a manera de grande cencerro, con que la halló
el pastor. Ambas piezas, la imagen y la campana, se han conservado hasta el
presente. Desde el siglo XVII la imagen se presenta a la veneración de los
fieles revestida de mantos y telas que en realidad la ocultan y desfiguran su
verdadera traza y proporciones reales.
A todo esto, ya se sabe cuál es la primera
pregunta que espontáneamente viene a los labios: ¿Quién puso la imagen en
aquel abrupto lugar donde la halló Rodrigo y qué es lo que con ello pretendía?
Vana pregunta, para la que no se halla respuesta. Se ha pensado en algún
penitente que se habría retirado a aquellas soledades a llevar vida ermitaña y
que sería el dueño de la imagen y de la campana, pero todo ello no pasa de ser
una pura conjetura. Evidentemente los contemporáneos vieron algo de milagroso o
de providencial en las circunstancias que rodearon al misterioso hallazgo.
Considerando que era voluntad del cielo que la imagen fuera venerada allí mismo
donde se había manifestado, se le construyó una humilde ermita en el lugar, y
pronto empezaron a afluir los devotos y peregrinos. De nuevo es Garibay quien
tiene la palabra:
"Las villas más cercanas que este santo
lugar tiene, siendo Oñate y Mondragón, no tardaron, unánimes ambos pueblos,
en instituir una cofradía. Los benaqueros de Mondragón, que son gentes que por
causa de su oficio (que es de sacar debajo de tierra metales de acero y hierro),
son diestros en romper peñas y cosas fragosas, comenzaron, siendo ayudados de
los tenaceros de la misma villa (que son los que labran el acero), a romper y
allanar los caminos. En lo cual, siéndoles grande ayuda los de Oñate,
trabajaron tanto, que no pararon hasta hacer senda y camino por toda aquella
fragosidad y aspereza, de modo que los peregrinos pudiesen con menos trabajo
andar".
Muy luego se pensó en traer a Aránzazu una
comunidad de religiosos varones, que estuviesen al servicio de la imagen y de
los peregrinos. Y vinieron, en efecto, los mercedarios, procedentes de Burceña
(Vizcaya). Pero para cuando éstos llegaron había ya en el lugar unas piadosas
mujeres o seroras. Y sea que éstas no quisieron ceder sus derechos sobre la
ermita y la imagen, sea por otras causas, lo cierto es que los mercedarios
abandonaron pronto el lugar. Tras los mercedarios surge, por una especie de
generación espontánea, una comunidad de tercerones franciscanos, cuyo jefe,
fray Pedro de Arriarán, había pertenecido a la comunidad de mercedarios y se
había negado a seguir a éstos en su éxodo. Dicho fray Pedro era hijo de una
de las beatas más principales y adictas a la Virgen de Aránzazu, llamada doña
Juana de Arrarán. Cuando el cardenal Cisneros acometió la reforma de las
Ordenes religiosas de España, y singularmente de la franciscana, los tercerones
de Aránzazu se pasaron a los dominicos, y éstos se posesionaron del lugar.
Después se siguió un pleito enojoso, que se substanció en la Rota Romana,
entre la Orden dominicana y la franciscana, pues esta última reclamaba sus
derechos sobre la casa de Aránzazu. El pleito se falló a favor de los
franciscanos, quienes se posesionaron definitivamente del lugar en 1514.
Siete años después subía a Aránzazu el
peregrino más ilustre que el santuario ha conocido en su historia casi cinco
veces secular: San Ignacio de Loyola. En 1520 los navarros se habían sublevado
contra el rey de Castilla, ayudados de los franceses que penetraron en Navarra y
coincidiendo con la revuelta de los Comuneros. Iñigo de Loyola voló a prestar
sus servicios al rey de Castilla. Pero en la defensa de Pamplona cayó herido y
la ciudadela hubo de capitular. Portado sobre parihuelas, el valiente capitán
fue trasladado a su casa de Loyola. El itinerario más probable que la comitiva
siguió, y que el padre Recondo, S. L, ha descrito en "Razón
y Fe" (1956, tomo 153, p.205ss), pasa por el alto de San Juan de Artía,
casi rasante con Aránzazu. Desde allí el enfermo pudo divisar, al entrar de
Alava en su tierra nativa de Guipúzcoa, el aún reciente santuario, que ya
gozaba de relativa celebridad en la región.
Después de pasar largos meses en Loyola luchando
entre la vida y la muerte, Iñigo es visitado por la gracia y decide trocar el
servicio del rey temporal por otro más alto servicio a un más alto Rey. Y su
primera salida de Loyola es para subir a postrarse a los pies de la Virgen de Aránzazu,
ante cuya imagen veló una noche y probablemente hizo su voto de castidad. Después
traspuso nuevamente el alto de San Juan de Artía y se dirigió a Navarrete a
despedirse del duque de Nájera. De aquí se encaminó a Montserrat y a Manresa.
La visita de San Ignacio a la Virgen de Aránzazu fue a principios de 1522. De
ella habla el propio fundador de la Compañía en una carta dirigida a San
Francisco de Borja y fechada en Roma en 1554.
No vamos a seguir narrando las vicisitudes
ulteriores del santuario mariano de Aránzazu: su vinculación con personajes célebres
de Guipúzcoa, como Legazpi, el conquistador de las Filipinas; Elcano, primero
que realizó el viaje de circunnavegación a través del globo; el almirante
Oquendo, etc. Aunque el santuario de Aránzazu se halla metido tierra adentro,
alejado de la costa, ya Garibay hacía notar que los más devotos de esta Virgen
y los que más experimentan su protección eran los mareantes.
Nada diremos tampoco del arraigo de la devoción a esta Virgen en toda la región
vasco-navarra y su irradiación en ultramar. Ni de los tres incendios generales
que el santuario ha padecido, uno en el siglo XVI, otro en el XVII y otro en el
XIX, seguido este último de la exclaustración y supresión de los religiosos
en España. Iniciada la restauración en el último cuarto del siglo pasado, a
poco fue la Virgen de Aránzazu coronada canónicamente (1886), y en 1913
declarada Patrona de Guipúzcoa. Actualmente Aránzazu es el convento principal
que posee la provincia franciscana de Cantabria, el lugar donde ella tiene
instalado su Estudio de Teología y su Escuela Seráfica, vivero en que se
forman las vocaciones franciscanas y plantel de futuros misioneros, que desde
aquí parten a todos los territorios encomendados a dicha provincia: a Cuba,
Paraguay, Uruguay, Argentina, Bolivia y -desde que el comunismo cerró las
puertas de China- también al Japón.Para el pueblo fiel, Aránzazu sigue siendo
lo que siempre fue: un lugar de peregrinación, un centro espiritual, adonde
acude a renovarse espiritualmente mediante la recepción fructuosa de los
sacramentos, de penitencia y comunión y la intensificación de su piedad
mariana. En consonancia con esta finalidad de renovación espiritual, funciona
desde hace algunos años una casa de ejercicios espirituales, por la que desfila
toda clase de personas. En 1951 se inició la edificación de una nueva basílica,
más capaz y más apta para las actuales necesidades. Esta valiente y austera
construcción es obra de los señores arquitectos Saiz Oiza y Laorga, cuyo
proyecto fue premiado en concurso nacional de Arquitectura previamente convocado
al efecto. A la hora que esto se escribe la nueva basílica se halla ya
concluida en su parte arquitectónica y habilitada al culto pero su decoración
artística de pintura y escultura está aún por realizarse.
En resumen, Aránzazu es un caso más, una cuenta
del larguísimo e interminable rosario de santuarios marianos diseminados por
toda la extensión de la cristiandad. Y ¿qué son los santuarios marianos, si
atendemos a su sentido profundo? Otras tantas muestras fehacientes de que María
no olvida la encomienda sagrada que le diera el Redentor, Desde que Jesús,
moribundo, le dirigiera aquellas misteriosas palabras: He
ahí a tu hijo, una llama inextinguible de amor materno hacia el género
humano arde en sus entrañas, y nunca, a lo largo de todos los siglos y en todas
las latitudes, ha cesado Ella de cumplir su misión de venir en ayuda del hombre
caído para guiarle al logro de su destino eterno.
LUIS
DE VILLASANTE, O. F. M.
*Año Cristiano,
Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.