24 de octubre
No sería difícil encontrar quien,
ignorando la vida portentosa del Santo que conmemora hoy la Iglesia, se
sintiera asaltado por la duda de si Antonio Claret, a quien se oye llamar de
mil modos, suficiente cada uno para encarnar y cincelar toda una personalidad
maciza y exuberante, existió en realidad o fue una fantasía. El modelo de
obreros, el misionero apostólico, el taumaturgo, el escritor inagotable, el
gran director de almas, el fundador, el organizador genial, el intuitivo
"precursor de la Acción Católica, tal como es hoy" (Pío XI), el
catequista célebre, el prudente confesor real, el abanderado de la
infalibilidad pontificia y primer santo del concilio Vaticano, el sagrario
viviente, el apóstol cordimariano de los tiempos modernos, el gran apóstol del
siglo XIX, y también el gran calumniado, existió y fue San Antonio María
Claret.
Nació en Sallent (Barcelona ) el día 23
de diciembre de 1807, de padres auténticamente cristianos, que, al día
siguiente, le llevaron al bautismo. "Me pusieron por nombre -nos dirá en
su autobiografía-Antonio Adjutorio Juan: pero yo, después, añadí el dulcísimo
nombre de María, porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra y
mi todo, después de Jesús".
A los, cinco años de edad aparecieron ya
en la precoz inteligencia y en el corazón naturalmente compasivo del niño
Antonio las primeras señales y gérmenes de su vocación al apostolado: "Las
primeras ideas de mi niñez de que yo tengo memoria son que, cuando tenía unos
cinco años de edad, estando en la cama, en vez de dormir, pues siempre he sido
poco dormilón, pensaba en los bienes del cielo y en las penas eternas del
infierno, es decir, pensaba en aquel "siempre" que no tiene fin: me
figuraba distancias enormes: a éstas añadía otras y otras, y, no alcanzando el
fin de ellas, me estremecía por la desgracia de aquellos que tendrán que
padecer penas eternas...: esta idea quedó tan grabada en mí que, sea por lo
temprano que empezó, sea por las muchas veces que en ella he pensado, lo cierto
es que nada tengo más presente".
Son éstos los primeros aleteos del
misionero en ciernes: "Esta idea de la eternidad desgraciada es la que me
ha hecho, hace y hará trabajar, mientras viva, en la conversión de los pobres
pecadores, procurándola en el púlpito, en el confesionario, por medio de
libros, estampas, hojas volantes, conversaciones, etc." Ha brotado la
semilla del apóstol, del misionero que, en un siglo calamitoso para la Patria,
luchará con su espíritu magníficamente universal, abierto, eminentemente
apostólico y práctico. Su programa de vida y actuación quedó escrito de su puño
y letra: "Trabajando constantemente y aprovechando todas las
circunstancias para dar gloria a Dios y atender a la salvación de las almas,
valiéndome de todos los medios". El programa, en su ambiciosa sencillez,
debía ser una obra perenne, por, que, casi con las mismas palabras, se lo dejó
en las constituciones a la codicia apostólica de sus misioneros.
La infancia de Antonio transcurre
apacible entre la escuela, su casa, los juegos y la iglesia. Los tiempos eran
malos y revueltos, y las circunstancias de la familia no consentían los gastos
de pensión en el Seminario. El muchacho hubo de incorporarse de lleno a los
trabajos del telar paterno, en espera de tiempos mejores. Golpe duro y definitivo,
al parecer, para las ilusiones de Claret. Acató resueltamente y con todo amor
la orden de su padre, pasando por todas las ocupaciones y labores de la fábrica
de tejidos, propiedad de su familia, y trabajando como el que más en cantidad y
calidad. Así, hasta que llega un momento en que el trabajo de la fábrica
paterna no tiene ya dificultades ni secretos para él. Por eso, "deseoso de
adelantar, dije a mi padre que me llevase a Barcelona. Se extendió por aquélla
ciudad la fama de la habilidad que el Señor me había dado para la fabricación.
De aquí que algunos señores quisieran formar compañía con mi padre. Me
excusé... Y, a la verdad, fue esto providencial. Yo nunca me había opuesto a
los designios de mi padre. fue ésta la primera vez, y fue porque la voluntad de
Dios quería de mí otra cosa. Me quería eclesiástico. El continuo pensar en
máquinas y talleres me tenía absorto. Era un delirio lo que tenía por la
fabricación. En medio de esto me acordé de aquellas palabras del Evangelio que
leí de muy niño: "¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si
finalmente pierde su alma?" Esta sentencia me causó profunda impresión.
Fue una saeta que me hirió en el corazón. Pensaba y discurría qué haría".
Hay en su alma una inquietud que no le
deja sosegar y que va aumentando su tensión con varios episodios sucedidos en
pocos meses, a propósito para desengañarle del mundo y avivar el interés por
los negocios del alma. Fueron los siguientes: "Un día que fui a la Mar
Vieja, que llaman, hallándome en la orilla, se alborotó de repente el mar y una
grande ola se me llevó y, de improviso, me vi mar adentro. Después de haber
invocado a María Santísima me hallé en la orilla, sin saber nadar y sin haber
entrado en mi boca ni una sola gota de agua".
Un amigo le llenó de amarguras el alma.
Había condescendido a tener con él compañía de intereses; pero, cediendo este
desventurado a los atractivos del juego, le estafó muchos miles de pesetas y se
complicó después en otras acciones delictivas, hasta parar en un presidio. Antonio,
aunque libre de toda complicidad, sintió hondamente el percance.
"Iba alguna vez a visitar a un
compatricio mío. Un día la dueña de la casa, que era una señora joven, me dijo
que le esperase, que estaba para llegar. Luego conocí la pasión de aquélla
señora, que se manifestó con palabras y acciones. Habiendo invocado a María
Santísima, y forcejeando con todas mis fuerzas, me escapé de entre sus brazos.
Tenía veintidós años. Llevaba cuatro en
Barcelona. Durante ellos había llenado el ideal que pudiera proponerse, aun en
nuestros días, cualquier trabajador especializado: aptitud para la fabricación,
perito en dibujo, en el que consiguió repetidos premios; conocedor del francés
y del inglés, que hablaba con soltura; diestro en el manejo de las matemáticas;
hábil en la técnica textil, que no tenía secretos para él; propuesto con
insistencia para director de fábricas, y, en medio de todo, piadoso, honrado,
de bello porte y de un carácter tan amable y alegre que era las delicias de sus
compañeros, de sus superiores y de sus subalternos. La vida le sonríe cuando
abandona la esperanzas de un porvenir brillante y decide ingresar en la
Cartuja. Pero, cuando se encamina al cenobio de Montealegre, una deshecha
tempestad puso a prueba la poca robustez de sus pulmones, fatigados por la
marcha y heridos por el trabajo, hasta expeler sangre. Por lo visto, Dios no lo
quería así. Una vez restablecidas sus fuerzas marcha a sentarse entre los niños
en el banco de un Seminario. Es lo que hoy se llama -con frase no tan inexacta-
una vocación tardía.
Y pasan los años. Estudia filosofía y
teología en el viejo pero glorioso caserón del Seminario de Vich, con Balmes de
compañero, y, por fin, el día 13 de junio de 1835 se ordena sacerdote, después
de un mes de ejercicios.
Ahora ya es mosén Claret. Tiene
veintisiete años cumplidos. Se conserva su retrato de esta época. Bajo de
estatura; un tinte amarillento colorea su rostro; ojos grandes y tiernos, que
tienden a cerrarse bajo unos párpados carnosos, que naturalmente le inclinan a
la modestia; pero cuando miran la lejanía y las multitudes desde la altura del
púlpito se abren claros, animados por el alma fogosa de un apóstol, y le
brillan como dos brasas.
La parroquia de Sallent fue testigo de
los primeros ardores de su celo sacerdotal, de la ejemplaridad intachable de su
vida, de sus virtudes y de sus milagros. Pero este campo era demasiado reducido
para el corazón grande de mosén Antón. Buscando horizontes más amplios para su
celo se encamina a Roma, con el fin de ingresar en el Colegio de Propaganda
Fide. Los oficiales encargados no pueden decretar la admisión sin la aprobación
del cardenal prefecto, que, por aquellos días, disfrutaba las clásicas
vacaciones romanas de la Ottobrata. Frente a este conjunto de dificultades
decide Claret hacer los ejercicios espirituales en una casa profesa de la
Compañía de Jesús, en espera de que las Congregaciones pontificias reanudaran
sus trabajos. El mismo religioso que le dirigió los ejercicios, viendo en él
cualidades no comunes, le propuso e insistió que ingresase en la Compañía.
Tanto le animaron y tan fácilmente se solucionaron todas las dificultades, que,
como él mismo nos dice, "de la noche a la mañana me hallé jesuita. Cuando
me contemplaba vestido de la santa sotana de la Compañía casi no acertaba a
creer lo que veía, me parecía un sueño.
Pero los designios de Dios son muy
distintos: "Me hallaba muy contento en el noviciado cuando he aquí que un
día me vino un dolor tan grande en la pierna derecha que no podía caminar. Se
temieron que quedaría tullido. El padre rector me dijo: "Esto no es
natural. Me hace pensar que Dios quiere otra cosa de usted; consultaremos al
padre general". Este, después de haberme oído, me dijo sin titubear, con
toda resolución: "Es la voluntad de Dios que usted vaya pronto a España.
No tenga miedo. Animo'. El padre Roothan tenía razón.
Regresa a España y, al desembarcar en
Barcelona, Claret deja de ser el mosén Antón que partió a Roma para convertirse
en el misionero padre Claret. Exonerado de todo cargo parroquial, sus
superiores le envían "como nube ligera que, empujada por el soplo del
Espíritu Santo, llevase la lluvia bienhechora de la palabra divina a regiones
secas y estériles".
El ambiente político no es nada propicio.
Hace poco que ha concluido la primera guerra carlista, guerra civil tenacísima
y dura, que se ha prolongado siete años, y precisamente Cataluña ha sido uno de
los principales teatros de la contienda. Esto no arredra al padre Claret. Más
de cien páginas de su autobiografía nos narran sus correrías apostólicas y los
estímulos que le movían a predicar incansablemente: "Siempre a pie de una
población a otra, por muy apartadas que estuviesen, a través de nieves o de calores
abrasadores, sin un céntimo siempre, pues nunca cobraba nada", predicando
seis y ocho horas diarias y, el restante tiempo, confesando a miles de personas
y, por las noches, en lugar de descansar, la oración, las disciplinas, el
escribir libros y hojas volanderas, y sin comer apenas, lo que tenía
maravilladas a las gentes. Era un milagro del Señor el que sostenía aquélla
naturaleza. Las muchedumbres se agolpaban para oírle y el fruto era enorme. El
demonio, por su parte, le hacía una guerra sin cuartel: en esta iglesia era una
piedra que se desprendía del techo; en aquel pueblo, un violento fuego que se
declaraba mientras predicaba el misionero. Pero éste descubría todas las
astucias del enemigo. "Si era grande la persecución que me hacía el infierno,
era muchísimo mayor la protección del cielo. Conocía visiblemente -dice él
mismo- la protección de la Santísima Virgen. Ella y sus ángeles me guiaron por
caminos desconocidos, me libraron de ladrones y asesinos y me llevaron a puerto
seguro sin saber cómo. Muchas veces corría la voz de que me habían asesinado.
Yo, en medio de estas alternativas, pasaba de todo: tenía ratos muy buenos,
otros muy amargos. Habitualmente no rehusaba las penas, al contrario, las amaba
y deseaba morir por Cristo; yo no me ponía, temerariamente en los peligros,
pero sí me gustaba que el superior me enviase a lugares peligrosos, para poder
tener la dicha de morir asesinado, por Jesucristo."
Puede decirse que recorre todas las
capitales y pueblos del nordeste de España. Su fama es grande; su predicación
produce auténticas manifestaciones de entusiasmo. El fruto es cierto y copioso.
Son muchas las conversiones sinceras. Menudean los milagros. El padre Claret,
incansable, tiene constantemente a flor de labios esta oración: "¡Oh Corazón
de María, fragua e instrumento del amor, enciéndeme en el amor de Dios y del
prójimo!".
De este modo pasaron siete años, hasta
que, en 1848, fue enviado a Canarias para misionar en aquellas islas. Allí
todavía más que en la Península, las multitudes se desbordan, las iglesias son
insuficientes para contener a los que quieren escuchar la palabra del Padrito
Santo, como cariñosamente le llaman, y el misionero se ve obligado a predicar
bajo la bóveda azul del firmamento, en las plazas públicas o a las orillas del
mar.
El padre Claret acarició toda su vida,
como un bello ideal, la fundación de una Congregación de sacerdotes que se
dedicasen a la evangelización, según él la comprendía y practicaba. Mas, por
oposición de la política y de las guerras, parecía todo un sueño que nunca
habría de tener realidad. A mediados de 1849 regresó a España. El ambiente
nacional había evolucionado mucho; los cielos de la política se serenaban; la
persecución ahogaba en la lejanía sus últimos rugidos. A favor de todo esto las
ilusiones claretianas volvieron a reverdecer. El santo misionero adivinó
llegada la hora y, después de vencer no pocas dificultades, el día 16 de julio
de este mismo año reúne a seis jóvenes sacerdotes en el Seminario de Vich y
queda echada la semilla de la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón
de María.
Poco tiempo, sin embargo, pudo vivir con
aquélla incipiente comunidad. "El día 4 de agosto -nos dice-, al bajar del
púlpito, me mandan ir a Palacio. Y, al llegar allí, el señor obispo me da el
nombramiento para arzobispo de Santiago de Cuba. Quedé muerto con tal noticia.
Dije que de ninguna manera aceptaba. Espantado del nombramiento, no quise
aceptar, por considerarme indigno y por no abandonar la Congregación que
acababa de nacer. Entonces el nuncio de Su Santidad y el ministro de Gracia y
Justicia se valieron de mi prelado, a quien tenía la más ciega obediencia. Este
me mandó formalmente que aceptara."
Mientras que se tramitaba su consagración
y preparaba el viaje a América el celo del padre Claret continúa incansable y
devorador; sigue sus correrías apostólicas; escribe libros; funda la Librería
Religiosa, interviniendo personalmente en el montaje de las máquinas. Recibida
la consagración episcopal, nada cambió de su método de vida: el mismo trato
sencillo y humilde, el mismo vestido, la misma comida pobre y escasa, y, sobre
todo, el mismo celo apostólico. Es su pasión. El gran fuego que le arde en las
entrañas. Ninguna frase mejor que la escogida por él para su sello episcopal:
Caritas Christi urget nos. Como otras muchas páginas de la autobiografía que
nos dejó escrita, esta que transcribirnos puede darnos una idea de su actividad
misionera y apostólica: "Arreglados mis negocios en Madrid, me volví a
Cataluña. Al llegar a Igualada prediqué. Al día siguiente fui a Montserrat, en
que también prediqué. Luego pasé a Manresa, en que se hacía el novenario de
ánimas: por la noche les prediqué y, al día siguiente, di la sagrada comunión.
Por la tarde pasé a Sallent, mi patria, y todos me salieron a recibir; por la
noche les prediqué desde un balcón de la plaza, porque en la iglesia no
hubieran cabido; al día siguiente celebramos una misa solemne y, por la tarde,
salí para Sanmartí, donde prediqué. Al día siguiente por la mañana pasé a la
ermita de Fusimaña, a la que había tenido tanta devoción desde pequeño, y en
aquel santuario celebré y prediqué de la devoción a la Virgen Santísima. De
allí pasé a Artés, en que también prediqué; luego a Calders, y también
prediqué, y fui a comer a Moyá, y por la noche prediqué. Al día siguiente pasé
por Collsuspina, y también prediqué, y después fuí a Vich, y también prediqué.
Pasé a Barcelona, y prediqué todos los días en diferentes iglesias y conventos,
hasta el día en que nos embarcamos".
En Cuba se mantiene el mismo ritmo
misionero: persecuciones, puñales, incendios, calumnias, que las fuerzas del
mal desencadenaron contra el arzobispo; pero éste siguió manteniéndose
intrépido en la misma línea. Con celo infatigable recorrió a caballo cuatro
veces, en visita pastoral, toda su diócesis, que era aproximadamente de 60.000
kilómetros cuadrados. Las conversiones fueron innumerables. Los terremotos, la
peste y el cólera que azotaron la isla sirvieron al arzobispo para arrancar
infinitas almas al diablo, arreglar innumerables matrimonios de amancebados,
más de 10.000, y hasta para calmar las revueltas populares. Durante su
pontificado los americanos del Norte sirviéndose de elementos revolucionarios,
hicieron tres tentativas contra la isla y las tres las desbarató el arzobispo
con sólo predicar el amor y el perdón. Los enemigos de España llegaron a pensar
muy en serio quitar la vida al que les hacía más daño que todo el ejército.
Muchos intentos fallaron. Por fin, uno acertó. El día 1 de febrero de 1856 el
arzobispo era herido gravemente en Holguín. "Cuando salimos de la
iglesia—es el propio padre Claret quien nos lo cuenta—se me acercó un hombre,
como si quisiera besarme el anillo; pero, al instante, alargó el brazo armado
con una navaja de afeitar y descargó el golpe con todas sus fuerzas..," Lo
que menos importó al herido fue la gravedad de aquellos momentos; a pesar de su
presencia de ánimo, estaba muy lejos de su cuerpo: "No puedo explicar el
placer, el gozo que sentía mi alma, al ver que había logrado lo que tanto
deseaba: derramar mi sangre por Jesús y María".
Restablecido milagrosamente, consiguió el
indulto para su desgraciado verdugo y todavía le pagó el viaje para que pudiese
regresar a su patria.
También para el Santo había llegado la
hora de retornar a España, y con ella el periodo que constituye la plenitud de
su vida. El día 13 de marzo de 1857, estando predicando en una misión, recibió
un comunicado de la reina de España, Isabel II, que le llamaba a Madrid, sin
expresarle el motivo. El arzobispo termina apresuradamente las obras de mayor
envergadura que tenía iniciadas, como la Granja Agrícola de Puerto Príncipe y
el recién fundado Instituto Apostólico de María Inmaculada para la Enseñanza.
Llega a Madrid y se entera en la primera entrevista con Isabel de que ésta le
había llamado para hacerle su confesor. El padre Claret, siempre reacio a
aceptar dignidades y grandezas humanas, no otorgó su consentimiento sino
después de haber consultado a varios prelados y, aun entonces, con la expresa
condición de no vivir en Palacio y de quedar libre para dedicarse al
ministerio. Ahora iba a ser apóstol de España entera. Efectivamente, no tiene
explicación humana lo que hizo en los diez años que fue confesor real: misionó
por todas las capitales y provincias de España, aprovechando los viajes de los
reyes: las tandas de ejercicios al clero, religiosos y seglares fueron
ininterrumpidas; predica incansable: en una sola jornada llega hasta doce
sermones; en el confesionario emplea diariamente unas cinco horas; recibe por
término medio una correspondencia diaria de cien cartas, a las cuales responde
personalmente: publica libros y opúsculos; es presidente de El Escorial, que
restaura y donde funda un Seminario modelo: da vida fecunda a la Academia de
San Miguel, anticipo de la Acción Católica de hoy. Todo esto sin contar su
asistencia obligatoria a los actos oficiales de Palacio y el trabajo que tenía
como protector del hospital e iglesia de Montserrat. Una labor, como se ve,
capaz de abrumar las fuerzas de muchos hombres.
Además, estaba al corriente del
movimiento teológico, filosófico y cultural de Europa. Es ridícula la
afirmación de los que presentan al padre Claret como "un hombre que sólo
sabía rezar y hablar sin grandes pretensiones; hasta su aire era popular, por
no decir pueblerino..." La historia demuestra lo contrario y Pío XII ha
podido afirmar del padre Claret que era "un hombre singular, nacido para
ensamblar contrastes". Ya desde los primeros años, en la escuela y en la
Lonja de Barcelona, y posteriormente en el Seminario, sus calificaciones fueron
siempre máximas. A pesar de su vida de actlvidad sorprendente y extensisima, es
un lector empedernido. Quedan datos y muestras en su biblioteca particular, que
constaba de más de 5.000 volúmenes de última hora, y que es una de las mejores
y más completas de su tiempo. Voz corriente en los sectores eclesiásticos
contemporáneos era que la ciencia del padre Claret parecía infusa. Tal vez,
pero él mismo nos levanta un poco el velo cuando escribe: "A mí me consta
que lo poco que sabe ese sujeto (Claret) lo debe a muchos años y muchas noches
pasadas en el estudio". Lo que pasaba es que su vocación al ministerio
activo no le pedía ni el escribir como científico ni el dedicar horas y horas a
investigaciones eruditas, aunque se haya encontrado entre sus papeles alguna
lucubración sobre la posibilidad de los vuelos dirigidos. Su misión
providencial era de más importancia y trascendencia.
Tiene Claret casi cincuenta años. Durante
los diez que estuvo en la corte la actualidad religiosa de España quedó
centrada en la persona del santo arzobispo. Su equilibrio humano se manifiesta
ante las delicadas circunstancias personales de su regia penitente. La
prudencia sobrenatural le mantiene alejado de todos los manejos políticos. Claret
tiene una influencia decisiva para el catolicismo español de toda una época. Se
ha dicho que su residencia en Madrid fue una verdadera catástrofe para el
movimiento revolucionario español", influencia tan decisiva precisamente
porque Claret no hizo nunca política. Ante los frutos que reportaba la obra del
confesor real no podía Satanás dejar de ensañarse contra él, tratando de
inutilizar su ministerio por todos los medios. La persecución se desencadena de
manera metódica y perfectamente calculada: periódicos, libros, teatros; hasta
en tarjetas y cajas de fósforos se le calumnió de la manera más baja y soez; se
escribieron biografías que no eran sino noveluchos indecentes, se falsificaron
escandalosamente algunos de sus libros más importantes, publicándolos con su
nombre. Todo se ensayó, con el fin de inutilizar su celo. Pero también todo
resultó inútil, pues el Señor tomó por su cuenta defender a su enviado e hizo
redundasen en bien de las almas los mismos medios que los sicarios ponían en
juego para impedirlo. Hasta doce veces intentaron asesinarle y, en no pocas de
estas ocasiones, los mismos iniciadores del crimen eran los primeros en
experimentar, por una sincera conversión, la benéfica influencia de las
virtudes y santidad del calumniado arzobispo.
La conducta del santo padre Claret no
puede juzgarse como la de un estoico presuntuoso, sino como venida del don
divino de la fortaleza. Se irguió sereno, imperturbable ante la calumnia. No
quiso defenderse. Tuvo escrita una defensa sobria, verid'ica; pero se arrodilló
ante el crucifijo y prefirió callar, recordando las palabras del Evangelio:
Jesus autem tacebat: "Jesús, empero, se mantenía callado" (Mt.
26,63). Es que desaparece el hombre para dejar paso al santo, a quien se exigió
el sacrificio de su reputación y de su buen nombre, no sólo durante su vida,
sino por largos años posteriores, tantos que, todavía en 1934, cuando Pío XI le
beatifica, hay una pluma famosa en las letras patrias que, en son de
arrepentimiento, escribe: "Existen dos Claret: uno el forjado por la
calumnia, otro el real y efectivo. Aquél es totalmente inexistente. Este,
Antonio María Claret, es, sencillamente, un santo de la traza y pergeño de los
activos, infatigables, emprendedores".
En esta época de su estancia en Madrid,
cuando el trabajo ministerial acapara todas sus horas, es precisamente cuando
el padre Claret llega a la cumbre de su vida espiritual, a la unión mayor que
se puede dar: la transformación total. Humildemente nos lo refiere el Santo:
"El día 26 de agosto, hallándome en oración en la iglesia del Rosario, de
La Granja, a las siete de la tarde, el Señor me concedió la gracia de la
conservación de las especies sacramentales y así tener siempre día y noche al
Santísimo Sacramento en el pecho".
¡Admirable consumación de amor, expresión
manifiesta de la unión íntima, transformante de un alma con el Divino Verbo! La
revolución de septiembre, que él había profetizado muchas veces, destronó a la
reina y arrojó a ella y a su confesor a un país extraño. Desterrado de la madre
patria, por la que tanto había trabajado, anciano, cansado, consumido y
enfermo, pero indomable, marcha a Francia y, poco después, a Roma, para asistir
al concilio Vaticano. Cuando se discute la candente cuestión de la
infalibilidad pontificia habla con palabras que conmueven a toda la asamblea.
Insinúa proféticamente algunas escisiones en la Iglesia, por causa de esta
cuestión, que tuvieron exacto cumplimiento, y, después, señalando las
cicatrices que el atentado de Holguín dejó en su rostro y repitiendo la frase
del Apóstol: "Traigo en mi ,cuerpo los estigmas de mi Señor
Jesucristo" (Gál. 6,7), declara que está dispuesto a morir en confirmación
de esta gran verdad: "Creo que el Suma Pontífice romano es
infalible".
Es la última llamarada de una lámpara que se extingue.
Vuelve a Francia y, camino de París, se detiene, casi moribundo, en Fontfroide,
una recoleta y tranquila abadía cisterciense, cerca de Carcasona.
Ni en su agonía le dejan tranquilo las fuerzas del
mal. Sólo la muerte le libró de nuevas persecuciones y pesquisas policíacas. Su
cuerpo se desmoronaba: pero él, con el pie en las playas de la patria eterna,
escribía con pulso a un tiempo inseguro y vigoroso, esta definitiva y para él
obsesionante afirmación: "Quiero verme libre de estas ataduras y estar con
Cristo (Fil. 1,23), como María Santísima, mi dulce Madre".
Así fue, el día 24 de octubre de 1870.
Después, sus funerales, entre el rumor del canto de los monjes y el revoloteo
de un misterioso pajarillo sobre el féretro arzobispal, colocado en la severa
iglesia cisterciense. Sobre su tumba escribieron las palabras de San Gregorio
Magno: "Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso muero en el
destierro". Bajo aquella losa descansaron los restos del padre Claret
durante veintisiete años, hasta que los Misioneros los trasladaron, con afecto
filial, a su iglesia de Vich (Barcelona). El cerebro y el corazón habían
resistido la acción devoradora de la humedad y de la cal.
El 25 de febrero del año 1934 el papa Pío
XI le declaraba Beato y el 7 de mayo de 1950 Pío XII le elevaba al supremo
honor de los altares. Su mejor semblanza, la que de él hizo Su Santidad Pío XII
en unas palabras pronunciadas horas después de la canonización: "Alma
grande, nacida como para ensamblar contrastes; pudo ser humilde de origen y
glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; de
apariencia modesta, pero capaz de imponer respeto incluso a los grandes de la
tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de
la austeridad y de la penitencia; siempre en la presencia de Dios, aun en medio
de su prodigiosa actividad exterior: calumniado y admirado, festejado y
perseguido. Y entre tantas maravillas, como luz suave que todo lo ilumina, su
devoción a la Divina Madre".
ARTURO TABERA ARAOZ