9 de octubre
SAN LUIS BELTRÁN,
Confesor
Confesor
En el antiguo reino de Valencia, durante
el siglo XVI, no escaseaban los vicios y corrupciones, y se daban también las
simulaciones lamentables de los moriscos, pero había, a pesar de todo, vida
cristiana floreciente, y no faltaban esas grandes luces de santidad, por las
que Cristo ilumina a su pueblo.
Concretamente, por esos años nacieron o
vivieron en el reino valenciano grandes santos, como el general de los jesuitas,
nacido en Gandía, San Francisco de Borja (1510-1572), el beato franciscano
Nicolás Factor (1520-1583), el franciscano de la eucaristía, San Pascual Bailón
(1540-1592), y el beato Gaspar Bono, de la orden de los mínimos (1530-1604). Y
en ese mismo tiempo tuvo Valencia como arzobispos al agustino Santo Tomás de
Villanueva (1488-1555) y a San Juan de Ribera (1540-1592). En aquella Iglesia
local había, pues, luces suficientes como para conocer el camino verdadero del
Evangelio.
En ese marco cristiano nació y creció San
Luis Beltrán (1526-1581), cuya vida seguiremos con la ayuda del dominico
Vicente Galduf Blasco.
Pero comencemos por el padre del santo, San Luis
Beltrán, que también fue un gran cristiano. Siendo niño, sufrió en un accidente
graves quemaduras, y su abuela, doña Ursula Ferrer, sobrina de San Vicente
Ferrer (1350-1419), pidió la intercesión de su tío celestial en favor del
nietecillo, que milagrosamente quedó sano. Andando el tiempo, Juan Luis fue en
Valencia notario de gran prestigio, elegido por la nobleza del reino como
procurador perpetuo; pero cuando todavía joven quedó viudo, determinó retirarse
a la Cartuja de Porta-Coeli. Ya de camino hacia el monasterio, San Bruno y San
Vicente le salieron al paso, diciéndole que abandonara su idea y se casara de
nuevo. Casó, pues, con una santa mujer, Juana Angela Eixarch, y tuvo nueve
hijos, el primogénito de los cuales, Luis, nacido en 1526, había de llegar a
ser santo.
La precocidad de Luis en la santidad
hubiera sido muy rara en un hogar cristiano mundanizado -que han sido y son los
más frecuentes-, pero no tuvo nada de extraño en un hogar tan cristiano como el
de sus padres. En efecto, sabemos que siendo todavía niño comenzó a imitar a
los santos de Cristo. Se entregaba, especialmente por las noches, a la oración
y a la penitencia, disciplinándose y durmiendo en el suelo. Al llegar a la
adolescencia se inició en dos devociones que continuó siempre: el Oficio parvo
de la Virgen y la comunión diaria.
Con todo, la vida de San Luis no estuvo
exenta de vacilaciones, y en no pocos casos, como iremos viendo, estuvo a punto
de dar pasos en falso en asuntos bastante graves. Así por ejemplo, siendo un
muchacho, decidió dejar su casa y vivir en forma mendicante, como había leído
que hicieron San Alejo y San Roque. Y con la excusa de una peregrinación a
Santiago, puso en práctica su plan, no sin escribir seriamente a sus padres una
carta, en la que, alegando numerosas citas de la sagrada Escritura, trataba de
justificar su resolución.
Pero su fuga no fue más allá de Buñol,
donde fue alcanzado por un criado de su padre. Este fue un movimiento en falso,
pronto corregido por el Señor. Y también estuvo a punto de equivocarse cuando,
entusiasmado más tarde por la figura de San Francisco de Paula, decidió
ingresar en la orden de los mínimos. Nuestro Señor Jesucristo, que no le perdía
de vista, le hizo entender por uno de los religiosos mínimos, el venerable
padre Ambrosio de Jesús, que no era ése su camino.
En el siglo XV, en los duros tiempos del
cisma de Aviñón, cuando los dominicos vivían el régimen mitigado de la Claustra, el beato Álvaro de Córdoba (+1430)
había iniciado la congregación de la Observancia, que se había ido extendiendo por
los conventos de España.
En aquellos difíciles años hubo muchos
santos en la familia dominicana (Santa Catalina de Siena +1380, beato Raimundo
de Capua +1399, San Vicente Ferrer +1419, beato Juan Dominici +1419, beato
Andrés Abelloni +1450, San Antonino de Florencia +1459), todos ellos celosos de
la observancia religiosa y apasionados por la unidad de la Iglesia.
Pues bien, la reforma de la Observancia
se fue extendiendo por todos los conventos españoles, de manera que en 1502,
dando fin al régimen mitigado, toda la provincia dominicana de
España adoptó la estricta observancia. La reforma en España de los franciscanos
que vinieron a ser llamados descalzos (1494), y ésta de los dominicos observantes (1502), tuvo un influjo decisivo en
la asombrosa potencia que estas dos órdenes hermanas mendicantes mostraron en
la primera evangelización de América.
Pues bien, cuando el Señor quiso llamar a
Luis Beltrán con los dominicos, su gracia había hecho florecer en Valencia por
aquellos años un gran convento de la Orden de Predicadores, con un centenar de
frailes. Es cierto que aquel monasterio había conocido antes tiempos de
relajación, pero fray Domingo de Córdoba, siendo provincial en 1531, realizó
con fuerte mano una profunda reforma. Algunos frailes entonces, antes de
reducirse a la observancia, prefirieron exclaustrarse. Y dos de estos
religiosos apóstatas, en 1534, sorprendieron en una calle de Valencia a fray
Domingo de Córdoba, que iba acompañado del prior Amador Espí, y los mataron a
cuchilladas. Lo que muestra, una vez más, que la reforma de las comunidades
religiosas relajadas no puede ser intentada sin vocación de mártir.
Diez años más tarde, en 1544, estando ya
aquel convento dominico en la paz verdadera de un orden justo, San Luis
Beltrán, a pesar de que su salud era bastante precaria, tomó el hábito blanco y
negro de la Orden de Predicadores. Aquella santa Orden religiosa, fundada por
Santo Domingo de Guzmán en 1216, que permitía ser a un tiempo monje y apóstol -contemplata
aliis tradere: transmitir a otros lo contemplado-, había de ser para
siempre el muy amado camino de San Luis Beltrán. Recibió su profesión el prior
fray Juan Micó (1492-1555), ilustre religioso, escritor y maestro espiritual.
Este dominico fue tan santo que, en 1583, al ser trasladados sus restos junto a
la tumba de San Luis Beltrán, el arzobispo San Juan de Ribera mandó abrir
proceso en vistas a su posible beatificación.
Conocemos muchos detalles de la vida
religiosa de San Luis Beltrán por la biografía que de él escribió su compañero,
amigo y confidente fray Vicente Justiniano Antist, escritor de muchas obras, y
también prior algunos años del convento de Valencia. Él nos cuenta que fray
Luis «toda la vida fue recatado, y no se hallará novicio que le hiciese ventaja
en llevar los ojos bajos y compuestos en el coro y refectorio, fuera y dentro
de casa... Era muy austero en su vida, abstinentísimo en el comer, templado en
el beber, amigo de disciplinas y cilicios y vigilias y largas oraciones». Su
fisonomía, tal como la reflejó entonces un pintor valenciano, recuerda las
figuras del Greco: era fray Luis un hombre alto, de cara larga y delgada, con
nariz aguileña, ojos profundos y manos finas y largas.
Se diría que la constitución
psicosomática de San Luis Beltrán puso en él siempre una cierta inclinación a
la melancolía y al escrúpulo, y que el Señor permitió que estos rasgos
deficientes perdurasen en él, hasta cierta medida, para motivación continua de
su humildad y de su pura confianza en Dios, y también para estímulo de quienes
siendo débiles y enfermizos, temieran no estar en condiciones de llegar a la
perfecta santidad.
Varias anécdotas nos muestran esta faceta
atormentada del carácter de San Luis Beltrán. Siendo maestro de novicios se
retiró bruscamente de una reunión, y al amigo que le siguió, y que le encontró
llorando, le dijo: «¿No tengo harto que llorar que no sé si me he de salvar?».
Y a veces, como él mismo dijo en confidencia a cierta persona, «despertándose
por las noches con la memoria viva de Dios y de su presencia, se había tomado a
temblar y los huesos le habían crujido»...
Por el contrario, esta temerosidad ante
Dios comunicaba a fray Luis un valor ilimitado ante los hombres. Como dijo de
él el padre Antist, «nunca tenía cuenta de contentar a los hombres, sino a Dios
y a santo Domingo». El santo temor de Dios, experimentado por él con una
profundidad singularísima, poco frecuente, unido a un amor de Dios aún más
grande, le dejaba exento en absoluto de todo temor a los hombres, a las fieras
o a la naturaleza hostil, a las enfermedades o a lo que fuera. Su valentía,
como veremos, era absoluta: no temía a nada en este mundo, pues sólo temía
ofender a Dios.
En sus primeros tiempos de
religioso, no acertó fray Luis a dar a su vida una forma plenamente dominicana.
Tan centrado andaba en la oración y la penitencia, que no atendía
suficientemente a los libros, «porque le parecía que los estudios escolásticos
eran muy distractivos». Muy pronto el Señor le sacó de esta equivocación,
haciéndole advertir el engaño, y fray Luis tomó para siempre el estudioso
camino sapiencial de Santo Tomás, convencido ya de que el demonio «suele
despeñar en grandes errores a los que quieren volar sin alas, quiere decir,
contemplar sin saber». En adelante, San Luis Beltrán, como buen dominico, unirá
armoniosamente en su vida oración y penitencia, estudio y predicación.
En 1547 fray Luis fue ordenado
sacerdote. Y poco después, a la edad de veintitrés años, caso muy poco
frecuente, recibió el nombramiento de maestro de novicios del convento de
Valencia. La importancia de aquel ministerio era clave, pues allí se forjaban
los religiosos de la provincia dominicana de Aragón. Y recuérdese, por otra
parte, que en aquellos años formaban el noviciado dominicano no sólo los
religiosos novicios, sino todos los profesos todavía estudiantes, que no habían
sido ordenados sacerdotes. Siete veces en su vida hubo fray Luis de ser maestro
de novicios, y esta faceta, la de formador y maestro espiritual, fue la más
característica de su fisonomía personal.
San Luis Beltrán, débil en su naturaleza
y fuerte en el Espíritu, era como maestro espiritual muy exigente, sobre todo
en asuntos de humildad y de obediencia, y «con gran facilidad quitaba el hábito
y devolvía sus ropas de seglar a los que no sentaban el pie llano». Sin
embargo, la radicalidad profética de aquel joven maestro, su ejemplaridad
absoluta, la ternura de su firme caridad, hizo que fuera muy amado por sus
novicios, que a lo largo de los años formaron una verdadera escuela de fray Luis Beltrán.
También en esta fase de su vida estuvo a
punto de dar un paso en falso. Doliéndose de los estragos que el luteranismo
hacía por esos años, se obstinó en irse a estudiar a Salamanca «para después
poder defender nuestra fe contra los herejes». Todos sus compañeros, y también
el prior fray Juan Micó, trataron de disuadirle; pero él, con el permiso del
padre General, logró ponerse en camino hacia el convento de San Esteban, en
Salamanca. Llegado a Villaescusa de Haro, a través de un padre de mucho sentido
espiritual, de nuevo el Señor le hizo ver que aquello era tentación de engaño,
y que debía regresar al convento de Valencia, como así lo hizo.
Aunque la misión principal de fray Luis
Beltrán fue la de maestro de novicios, también tuvo años de gobierno. A los
treinta y un años fue elegido, por voto unánime, prior del convento de Santa
Ana de Albaida, a cien kilómetros de Valencia, y allí mostró que, siendo tan
místico y recogido, tenía capacidad para gobernar espiritualmente, gestionar
asuntos, estar en todo y resolver problemas.
Concretamente, el convento de Santa Ana
pasaba por una extrema pobreza, y «sin ser él pedigüeño, ni molestar a nadie,
ni hacer diligencias extraordinarias para sacar dineros, ni curando de
acariciar mucho la gente, antes siendo algo seco, nuestro Señor, que es el
universal repartidor de las limosnas, movía los corazones de los fieles para
que le socorrieran bastantemente». En especial durante la noche, pasaba muchas
horas en oración, y allá resolvía todo con el Señor, también la penuria de la
casa, hasta el punto de que la comunidad estuvo en situación de dar grandes
limosnas a los pobres. Y así decía fray Luis: «Si mucho damos por acá
(señalando la portería), más nos vuelve Dios por allá (y señalaba la iglesia)».
San Luis Beltrán tuvo siempre su
clave secreta en la oración, a la que dedicaba muchas horas. «Salía de la
oración hecho un fuego, y el resplandor es una de las propiedades del fuego».
Ese extraño fulgor de su rostro, del que hablan los testigos, se hacía a veces
claridad impresionante al celebrar la eucaristía, o cuando venía de orar en el
coro, o también al regresar de sus fugas contemplativas entre los árboles de un
monte cercano. Un día del Corpus, en Santa Ana de Albaida, estuvo arrodillado
ante Cristo en la eucaristía desde el amanecer hasta la noche, fuera de un
momento en que salió para tomar algo de alimento.
Por otro lado, fray Luis, a pesar de su
salud tan precaria -pasó enfermo casi todo el tiempo de su vida religiosa-, se
entregó siempre a la penitencia con un gran empeño, que venía de su amor al
Crucificado y a los pecadores. Apenas salido de una enfermedad, comenta un
testigo, apenas iniciada una convalecencia, ya estaba de nuevo en sus
penitencias: «No era como algunos, que si por hacer penitencia enferman,
después huyen de ella extrañamente».
Dos o tres veces al día las disciplinas
le hacían sangrar. Llevaba cilicio ordinariamente. Dormía, siempre vestido,
sobre un banco, o en la cama si hacía mucho frío. Amargaba los alimentos para
no encontrar gusto en ellos. Solía decir: «Domine hic ure, hic seca, hic non
parcas, ut in æternum parcas» (Señor, aquí quema, aquí corta, aquí no perdones,
para que me perdones en la eternidad).
Uno de los dones espirituales más señalados en San
Luis Beltrán fue la clarividencia en el trato de las almas, un discernimiento
espiritual certero y pronto, por el que participaba del conocimiento que Cristo
tiene de los hombres: «No tenía necesidad de que nadie diese testimonio del
hombre, pues El conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,25). Con frecuencia,
en confesión o en dirección espiritual, fray Luis daba respuestas a preguntas
no formuladas, corregía pecados secretos, descubría vocaciones todavía
ignoradas, resolvía dudas íntimas, aseguraba las conciencias. Y en esto pasaba
a veces más allá del umbral de lo natural, adentrándose en lo milagroso.
Esta cualidad llegó a ser tan patente que
durante toda su vida recibió siempre consultas de religiosos y seglares,
obispos, nobles o personas del pueblo sencillo. Su fama de oráculo del Señor
llegaba prácticamente a toda España. Citaremos sólo un ejemplo. En 1560,
teniendo fray Luis treinta y cuatro años, y estando de nuevo como maestro de
novicios en Valencia, recibió carta de Santa Teresa de Jesús, en la cual la
santa fundadora, al encontrar tantas y tales dificultades para su reforma del
Carmelo, le consultaba, después de haberlo hecho con San Pedro de Alcántara y
otros hombres santos, si su empresa era realmente obra de Dios.
Tres o cuatro meses tardó fray Luis en
enviarle su respuesta, pues quiso primero encomendar bien el asunto al Señor
«en mis pobres oraciones y sacrificios». La carta a Santa Teresa, que se
conserva, es clara y breve: «Ahora digo en nombre del mismo Señor que os
animéis para tan grande empresa, que El os ayudará y favorecerá. Y de su parte
os certifico que no pasarán cincuenta años que vuestra religión no sea una de
las más ilustres en la Iglesia de Dios».
En 1562 llegaron de América al
convento dos padres que buscaban refuerzos para la gran obra misionera que allí
se estaba desarrollando. Hablaron de aquel inmenso Mundo Nuevo, de la necesidad
urgente de aquellos pueblos, de las respuestas florecientes que allí estaba
encontrando el Señor. Fray Luis fue el primero en inscribir su nombre. Una vez
más trataron todos de disuadirle, y también el prior fray Jaime Serrano,
alegando unos y otros su poca salud y la tarea que en el noviciado llevaba con
tanto fruto.
Pero en esta ocasión la llamada de
América era llamada del mismo Cristo. Fray Luis se persistió en su apostólico
intento, y en cuanto obtuvo el permiso, se echó al camino, rumbo a Sevilla, sin
cuidarse siquiera de tomar provisiones para el camino. Un hermano suyo le
alcanzó en Játiva, trató en vano de persuadirle, y terminó dándole un dinero,
con el que pudo adquirir un asnillo, sin el cual apenas hubiera podido
continuar su viaje.
El corazón atormentado de fray Luis no le
habría dejado del todo tranquilo en el camino de Sevilla, y estaría oprimido
por algunos pensamientos negros: ¿Será de nuevo una tentación del demonio, para
apartarme del noviciado dominico? ¿Estaré engañado, como cuando quise llevar
vida mendicante de peregrino, o cuando decidí ingresar en los mínimos, o ir a
estudiar a Salmanca para dedicar mi vida a la lucha intelectual contra los
herejes?...
En cuaresma de 1562 partía fray Luis
Beltrán de Sevilla hacia América en un galeón. Durante el viaje, un fuerte
golpe que recibió por accidente en una pierna le dejó para siempre una cojera
bastante pronunciada. Y cuando después de tres meses de navegación bajó del
barco en Cartagena de Indias aquel fraile larguirucho, flaco y macilento, con
su paso desigual y vacilante, más de uno se habría preguntado qué podría hacer
aquel pobre fraile en los duros trabajos misioneros entre los indios...
Recién llegado al convento dominicano de
Cartagena, comenzó allí sus ministerios pastorales ordinarios, semejantes a los
que ya en Valencia había ejercido. Pero él quiso ir a la selva, a los indios. Y
después de insistentes peticiones, obtuvo del prior fray Pedro Mártir permiso
para hacer de vez en cuando algunas salidas. En primer lugar se buscó un
intérprete, un faraute que transmitiera a los indios lo que él iba
predicando.
Pero con este método apenas conseguía
nada, ya que el intérprete, por ignorancia o mala voluntad, desvirtuaba su predicación.
Y así, «como no sabía el santo la gracia que se le había comunicado, proseguía
predicando con su intérprete, hasta que le dixeron los indios que les
hablara en su propia lengua, porque en ella lo entendían mejor que en lo que dezía su intérprete».
Y así lo hizo en adelante, con un fruto cada vez más copioso.
En las peores dificultades, el
método misionero de San Luis se hacía muy simple. Cuando todo se ponía en
contra, cuando fallaba su salud, cuando ya no podía más, cuando los indios no
se convertían, unas cuantas horas o días de oración y de disciplinas
introducían en su miserable acción la acción de Cristo, y todo iba adelante con
frutos increíbles. Nunca le falló esta fórmula, que no es, por cierto, una
receta mágica, sino una fórmula evangélica, directamente enseñada por el
ejemplo y la enseñanza del Señor. Oración y penitencia.
Y pobreza, también enseñada por Cristo.
Fray Luis se metía por campos y montes, caminos y selvas, como un pobre de
Dios, «sin bolsa ni alforja» (Lc 10,4), confiado a la Providencia, a lo que le
diesen para comer, y nunca quiso aceptar aquellos regalos, dinero o alimentos
que muchas veces querían darle para que pudiera seguir adelante más seguro.
Un compatriota suyo, Jerónimo Cardilla,
que le acompañó en este tiempo como criado, se quejaba de esto muy amargamente,
pues tampoco a él le permitía recibir nada para el camino. En una ocasión,
cuando esta locura evangélica les puso en riesgo muy grave, Jerónimo acusó a
fray Luis sin ningún respeto: «Vos tenéis la culpa de lo que nos está pasando.
Aquí moriremos de hambre, si antes una fiera no acaba con nosotros». Entonces
fray Luis, como siempre, le llamó a la confianza en Dios, le recordó aquello de
«los lirios y los pájaros», y llegó a «prometerle» la ayuda providencial del
Señor. Al tiempo llegaron a un árbol que estaba cargado de fruta, junto a una
fuente. Jerónimo confesó su culpa, comió y bebió todo cuanto quiso, y cargó sus
alforjas para el camino. Fray Luis, advertido de aquello, vació las alforjas, y
Jerónimo no quiso acompañarle más en sus correrías apostólicas. Ya tenía
bastante. Y acabó mal unos años después, tal como fray Luis se lo había
anunciado con gran pena.
La providencia del Padre celestial,
siempre solícita para aquellos que de verdad se confían filialmente a su
omnipotencia amorosa, le envió otro Jerónimo a fray Luis, con el que anduvo
siete meses. Por él sabemos que muchas veces, especialmente los viernes, San
Luis Beltrán se alejaba de él, y en un lugar apartado se disciplinaba muy
duramente, orando sin cesar ante un crucifijo. Por él también conocemos que, de
camino por aquellas soledades, desérticas o selváticas, no era raro que se
acercaran amenazantes bestias feroces. Entonces, mientras Jerónimo quedaba
paralizado de espanto, fray Luis seguía impertérrito, y bendiciendo aquellas
fieras con la señal de la cruz, las dejaba mansas y sin fiereza alguna, de modo
que podían seguir adelante sin peligro.
También aquí, y en otras ocasiones que
veremos, se cumplían en fray Luis las palabras de Jesús a su mensajeros
apostólicos: «Agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les
hará daño» (Mc 16,18). San Luis Beltrán, tan desmedrado, no mostró jamás miedo
alguno en sus aventuras apostólicas por las Indias. En realidad, no sentía en
absoluto ningún temor, y más bien parecía que andaba buscando secretamente el
martirio: dar su sangre en supremo testimonio por Cristo.
Una vez comprobadas las desconcertantes
posibilidades misioneras de este santo fraile, le confían sus superiores un
pueblecito situado en las estribaciones de los Andes, llamado Tubara. En
aquella doctrina hay escuela e iglesia, y viven unos pocos españoles, en tanto
que el núcleo principal de los indios, temerosos, no vive en el pueblo, sino en
la selva, en el monte, donde en seguida va fray Luis a buscarlos. Siempre a su
estilo, llega el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas, y no
hay camino, por escarpado o peligroso que sea, que le arredre. A todas partes
hace él que llegue la verdad y el amor de Cristo.
En los tres años que pasó en Tubara
consiguió San Luis muchas conversiones de españoles y el bautizo de unos dos
mil indios, siempre a su estilo, siempre suicida, al modo evangélico: grano de
trigo que cae en tierra, muere, y da mucho fruto (Jn 12,24). Era suicida fray
Luis cuando derribaba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les
servían de adoratorios. Era suicida cuando, al modo de San Juan Bautista,
reprobaba públicamente a un indio muy principal, que vivía amancebado con una
mujer casada.
En esta ocasión, el indio aludido le
lanzó con todas sus fuerzas su macana, pero el Señor desvió el curso mortal de su
trayectoria. Y se ve, pues, que San Luis Beltrán no hacía ningún caso de ese
consejo que tantas veces suele darse y que también a él le habrían dado: «Tiene
usted, padre, que cuidarse más». San Luis, en realidad, se cuidaba muy poco, lo
mínimo exigido por la prudencia sobrenatural, y en cambio se arriesgaba mucho,
muchísimo, hasta entrar de lleno en lo que para unos era locura y para otros
escándalo (1Cor 1,23).
No tuvo San Luis gran cuidado de su
propia vida cuando una vez, después de intentar reiteradas veces desengañar a
los indios de Cepecoa y Petua, que daban culto a una arquilla que guardaba los
huesos de un antiguo sacerdote, la sustrajo de noche. Llegó a saberse su
acción, y un sacerdote indio, figiéndose amigo, le dio a beber un veneno mortal
-el mismo veneno que había matado antes a un padre carmelita, después de unas
pocas horas de atroces dolores-. Cinco días estuvo fray Luis entre la vida y la
muerte, y en ellos dio claras señales de estar tan alegre como aquellos
primeros apóstoles azotados, que se fueron «contentos porque habían sido dignos
de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
Ni siquiera le quedó a San Luis Beltrán
en adelante un gran temor a los posibles brebajes tóxicos, como pareciera
psicológicamente inevitable. Lo vemos en ocasiones como ésta: un cacique le
dijo que creería en Cristo si era capaz de resistir un veneno que él le
prepararía. Fray Luis le tomó la palabra sin vacilar: «¿Matenéis vuestra
palabra de convertiros si bebo sin daño vuestro veneno?». Y obtenida la
afirmativa: «Venga ese veneno y sea lo que Dios quiera». Hizo fray Luis la
señal de la cruz sobre la copa y bebió de un trago aquel veneno activísimo. Y a
continuación pasó a ocuparse de lo que había que hacer para bautizar unos
cuantos cientos más de indios asombrados y convertidos.
En aquélla primera ocasión, cuando fue
envenenado por el sacerdote indio, se supo en seguida que fray Luis no había
muerto bajo la acción del veneno, y más de trescientos indios se reunieron
amenazadores y bien armados, dispuestos a terminar la obra iniciada por el
tósigo. Dos negros que se aprestaban a defenderle, uno de ellos armado de un
arcabuz, fueron apartados, y el santo salió al encuentro de la muchedumbre
amenazante sólo y sin temor alguno.
Cuenta un cronista que «entonces fray
Luis les predicó con más fervorosa exhortación y se convirtieron gran parte de
aquellos indios; los cuales, después de ser instruídos como acostumbraba el
santo, fueron por él mismo bautizados». Pero otros indios, endurecidos en su
hostilidad, raptaron a Luisito, un muchacho indio bautizado por fray Luis, y lo
sacrificaron como moxa a los ídolos, lo que apenó mucho al
santo, pues le tenía en gran estima.
En todo caso, nada de esto terminaba con los métodos suicidas de San Luis Beltrán. Poco después,
tratando de persuadir a un cacique principal, éste se resistía diciendo: «No;
tu religión me gusta, pero tengo miedo a mi ídolo». Fray Luis se mostró
dispuesto a terminar con este miedo. Con el cacique se dirigió al adoratorio, y
allí, ante el pánico de todos, la emprendió a patadas con el dicho ídolo, hasta
que el cacique y los suyos se vieron libres del temor idolátrico, y aceptaron
el Evangelio.
Aquel fraile debilucho y sin salud
se mostraba bastante más fuerte de lo que parecía a primera vista, y desde
luego bastante más eficaz en el apostolado de lo que cualquier previsión humana
hubiera podido pensar. Así las cosas, el demonio se vio obligado a tomar cartas
directamente en el asunto. Trató de intimidarle con visiones, con golpes y con
ruidos horribles, sin conseguir nada. Suscitó contra fray Luis persecuciones de
los indios y de los blancos, de los malos y también de los buenos, con
resultados nulos. Atentó contra su honra gravemente, levantó terribles
calumnias contra su castidad, y en más de una ocasión le envió alguna mujer
para que le tentase, sin conseguir de fray Luis otra cosa sino que se encerrase
en la iglesia para azotarse a conciencia.
Pero quizá la peor tentación del demonio
se produjo cuando un falso ermitaño le hizo llegar mensajes descorazonadores:
«Os tengo que decir de parte del Señor, que os ha de persuadir a volver a
Valencia, de donde jamás teníais que haber salido. Si permanecéis más tiempo
aquí, no sólo será nulo vuestro trabajo, sino que peligra vuestra eterna
salvación». Sólo una luz del cielo pudo salvar de esta asechanza el corazón de
fray Luis, que ya por temperamento era inseguro y atormentado, y que una y otra
vez se preguntaba acerca de su propia salvación. El santo, llevado a este
límite, se refugió en Cristo, hizo la señal de la cruz, y el falso ermitaño
huyó «dando espantosos aullidos, como de lobo».
Cuarenta y un años tenía San Luis
cuando llevaba ya cinco años de apostolado en Nueva Granada. En el tiempo que
le queda en América su labor misionera le hará adentrarse en las regiones más
cerradas a la luz del Evangelio, en Cicapoa y Pelvato, en Cepecoa y Petua
-donde, como vimos ya, sufrió aquel grave envenenamiento-, en los montes de
Santa Marta, Mompoix y Tuncara, a veces en apostolado breve y de paso, y
produciendo siempre unos frutos totalmente desproporcionados a su fuerza
humana, pues se le ve flaco, enfermizo y cojo, los cabellos grises, los ojos
casi ciegos. Lo que hizo San Luis Beltrán en su labor misionera, está claro,
fue obra ante todo de Jesucristo, y a éste ha de darse la gloria y el honor por
los siglos de los siglos.
Fray Luis está ya al final de su tiempo
en América. Su salud, realmente, está hecha una miseria. Él, que en Valencia se
confesaba más de una vez al día, ahora apenas tenía ocasión de confesar, como
no fuera yendo a muchas leguas de distancia, y esto le afligía no poco, pues siendo
tan seguro y certero en el discernimiento espiritual de los corazones ajenos,
era, por permisión de Dios, sumamente inseguro y escrupuloso respecto de su
propio corazón.
Por otra parte, siempre tuvo fray Luis
graves problemas de conciencia en la atención pastoral de aquellos pecadores
que eran españoles, pues con sus abusos escandalizaban gravemente a los indios
paganos o recién bautizados. Podemos recordar sobre esto aquella ocasión en que
San Luis asistía a un banquete ofrecido por las autoridades, y en el que
participaban algunos encomenderos que él sabía crueles e injustos. En un
momento dado, fray Luis «dixo a los encomenderos: ¿Quieren desengañarse de que es sangre de los indios lo que comen? Pues véanlo con sus propios ojos;
y apretando entre sus mismas manos las arepas [de maíz], empezaron a destilar
sangre sobre los manteles de la mesa. Asombrados, aunque no enmendados con
suceso tan raro y prueba tan evidente, procuraron siempre ocultarlo todos los
interesados».
Así las cosas, al final de su estancia en
América, recibió una carta del obispo de Chiapas, en México, fray Bartolomé de
las Casas, hermano suyo dominico. En ella le animaba a dedicarse a la
conversión de los indios; «me consta que así lo hacéis con singular fruto». Y
le ponía en guardia respecto de los cristianos españoles: «Lo que más quiero
advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien cómo
confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se
contentan con los privilegios del rey y tratan tiránicamente a los naturales
contra la expresa intención de su majestad».
Mucho debió angustiarle a fray Luis esta
carta, que agudizaba sus propias preocupaciones morales. Y también debió pasar
en esos momentos, dado su temperamento escrupuloso, muchas dudas y penas antes
de llegar al convencimiento de que estaba de Dios que él pusiera fin a su labor
misionera entre los indios. Sin duda que llegó a tal decisión sólamente cuando
el Señor le dio conciencia moral cierta de que así convenía. Sólo entonces fray
Luis pidió al padre General licencia para regresar a España, y la obtuvo. De
tal modo que su último nombramiento como prior de Santa Fe quedó sin efecto.
San Luis Beltrán hizo innumerables
milagros, tantos que hemos renunciado a relatarlos. También los hizo durante
los últimos meses, sumamente fecundos, de su apostolado en América. En ellos
recorrió los pueblos de Mampoix, islas de San Vicente y Santo Tomás, Tenerife y
varios lugares del Nuevo Reino de Granada. Como despedida de su ministerio en América,
referiremos sólamente uno de sus milagros. En la isla de San Vicente,
predicando fray Luis sobre el poder salvador de la cruz, se le acercó
impresionado el cacique, queriendo saber más de la virtud de la cruz. «El
santo, inspirado del cielo, se arrima al tronco de un grandísimo árbol de los
que coronan la plaza y, extendiendo los brazos en forma de crucifijo, graba en
el árbol la forma de la cruz, de su misma estatura. Apártase después del tronco
y queda la imagen de la cruz perfecta, como de medio relieve, en el árbol». El
signo sagrado de la cruz de Cristo: ésta fue la huella viva que dejó San Luis
Beltrán en Nueva Granada tras siete años de acción misionera.
En 1569 llegó fray Luis a Sevilla, y
regresó al convento valenciano de Santo Domingo. Estaba macilento y demacrado,
tanto que hubo de pasar una larga temporada de absoluto reposo. Pero al año y
medio de su vuelta ya le nombraron prior de San Onofre por votación unánime. Y
en sus tres años de priorato aquel santo fraile, alto y flaco, cojo, algo sordo
y de mala vista, «mostró ser bueno no solamente para la contemplación, mas
también para la acción». Con suma caridad, con un celo enérgico por la
observancia, con un sentido de la pobreza y de la providencia que para algunos
era locura, procuró un desconocido bienestar material y espiritual a la
comunidad.
En 1574 el Capítulo dominicano de la
provincia de Aragón nombró a fray Luis Beltrán predicador general, un título propio de la Orden de
Predicadores. Como predicador popular recorrió toda la zona de Valencia,
alargándose a la región de Castellón y también de Alicante. Normalmente hacía
los caminos a pie, a no ser que la llaga crónica, que desde su viaje a América
le había dejado cojo, se pusiera peor y le exigiera a veces emplear alguna cabalgadura
prestada. Su predicación, sencilla y sumamente vibrante, llegaba directamente a
los corazones. Solía hacerla más gráfica y conmovedora contando muchos ejemplos
y refiriendo numerosas anécdotas personales, sobre todo de su apostolado en
América, cosa que hacía a veces por humildad en tercera persona.
«En la predicación -testifica un
contemporáneo- no era muy gracioso ni deleitaba a los oyentes, pero tenía
grande espíritu y movía mucho, porque aunque no tenía la voz muy sonora, ni era tan
expedito de lengua como otros, era tan grande el fervor con que hablaba, que
pocos advertían aquellas faltas». Sus exhortaciones morales tenían en su
predicación el vigor poderosísimo de los profetas de Dios. Desengañaba de las
vanidades de esta vida: «Todo es sueño lo de esta vida». Precavía sobre la
avidez de riquezas: «¿Qué pensáis que es toda la hacienda del mundo sino un
poco de estiércol y basura?». Llamaba apasionadamente al amor de Dios y del
prójimo, exigiendo al amor fidelidad y perseverancia: «No volváis atrás, por
muchas dificultades que el demonio os ponga en el camino de Dios. Porque, donde
vos faltareis, Dios suplirá». El mal ejercicio de la autoridad civil o
religiosa le parecía la fuente principal de los peores males: «Por ser ellos
flojos, se cometen tantas maldades. Si vos os sentís inhábil y de pocas fuerzas
para regir este oficio, que no lo toméis; y si lo tenéis, dejadlo... Todos los
que rigen y gobiernan están a dos dedos de dar en el abismo del infierno».
Oyendo a San Luis Beltrán, sucesor de San Vicente Ferrer en tierras de
Valencia, apenas era posible mantener el corazón indiferente a la Palabra
divina.
San Luis, al predicar, hacía continuas
citas de la Sagrada Escritura, que conocía muy bien, y como era muy estudioso,
daba buen fundamento doctrinal a cuanto predicaba. «Tengo para mí -opinaba el
padre Antist- que en toda esta provincia no hay religioso que tantos libros
haya leído de cabo a cabo». Había reunido una biblioteca personal muy cuantiosa, como pudo
comprobarse a su muerte, cuando parte de sus libros se distribuyeron entre los
religiosos, y otra parte se vendió en ochocientos sueldos, que se destinaron
para la biblioteca común.
Él, como maestro espiritual, «no era
-sigue diciendo el padre Antist- de la condición de algunos maestros, que
quieren echar tanto por el camino de la devoción, que aborrecen el estudio,
como si las letras repugnasen a la santidad, o como si la ignorancia demasiada
ayudase a la devoción. Antes, siempre decía que estudiásemos». Y en esto fray
Luis, como en todo, daba ejemplo vivo de lo que predicaba a los otros.
En 1575, estando de nuevo fray Luis
como maestro de novicios en Valencia, fue elegido para prior del mismo
convento. El se resistió cuanto pudo, alegando muchas razones: su mala salud,
su mayor idoneidad para el cultivo interior de las personas que para su
gobierno externo... Por otra parte, la obra reformadora de fray Domingo de
Córdoba no se había cumplido totalmente, y el convento estaba necesitado
todavía de urgentes rectificaciones, pues todavía algunos religiosos se
resistían a la plena observancia.
Así las cosas, cuando al fin se vio
obligado a aceptar el priorato por obediencia, lo primero que hizo fue fijar en
la entrada de su celda prioral un letrero bien legible con la frase de San
Pablo: «Si hominibus placerem, Christi servus non essem» (si quisiera agradar a
los hombres, no sería siervo de Cristo; Gál 1,10).
En la celda antigua de San Vicente, ahora
transformada en oratorio, puso San Luis su priorato en manos de su santo
antecesor. Y a fe que San Luis -o quizá San Vicente- supo servir bien su
ministerio. «Haciendo más de lo que a los otros mandaba, castigaba los defectos
con gran celo». Particularmente, refiere Antist, era riguroso «con los que
tenían cargos, pues si veía que tantico se descuidaban, luego les quitaba el
cargo, aunque fuese dentro de ocho días. Decía que más quería ser tenido por
hombre mudable, que no que Dios no fuese servido como requiere la perfección de
la religión». Cuando terminó su priorato en 1578, toda aquella comunidad
inmensa, con más de cien frailes, estaba unida y en paz.
Fray Luis pensó ya, llegado a la última
etapa de su vida, en retirarse a la paz contemplativa de la Cartuja de
Porta-Coeli, pues su afán de oración y penitencia se hacían cada vez más acuciantes,
y sin embargo, aunque ya no tenía cargos de importancia, continuamente le
requerían de aquí y de allá, unas veces para predicar, otras para atender
consultas, aquellos llegaban a solicitar su discernimiento de espíritus o su
intercesión ante Dios, y no faltaban quienes buscaban en él ciertos milagros
oportunos. Era una serie interminable de requerimientos. Finalmente, el consejo
de sus amigos y su amor a la Orden, le retuvieron como hijo de Santo Domingo.
También en esta ocasión la Providencia divina le sujetó bajo su guía, y no
permitió que diera un paso en falso.
Aún tuvo fray Luis intervenciones
públicas de gran importancia, como en 1579 el sermón de autos organizado por la
Inquisición acerca de los iluminados de Valencia, un grupo de pseudomísticos. En ese mismo
año, a requerimiento del virrey, que había sido consultado al efecto por Felipe
II, hizo un informe sobre la posible expulsión de los moriscos, en el que San
Luis reconocía que en parte habían sido forzados al bautismo: «aquello no fue
bien hecho y pluguiera a Dios que nunca se hiciera». El problema era gravísimo,
pues los moriscos «casi todos son herejes y aun apóstatas, que es peor,... y
guardan las ceremonias de Mahoma en cuanto pueden».
Recordaremos aquí uno de los remedios que
propone, pues sería hoy igualmente oportuno en no pocas ocasiones: «No se
administre el bautismo a los niños hijos [de moriscos], si han de vivir en casa
de sus padres, porque hay evidencia moral de que serán apóstatas como ellos, y más vale que sean moros, que
herejes o apóstatas». Este dictamen fue refrendado por su buen amigo San Juan
de Ribera, arzobispo de Valencia, en cartas al rey.
Cuando el caso de los iluminados de
Valencia, San Luis en su famoso sermón avisó con gran severidad que debían
evitar «las pláticas de visiones en sus casas, aunque parezcan del cielo, ni
arrobos, etc., por la gran perturbación y daño espiritual que pueden ocasionar
a las almas». Sin embargo, el más íntimo de sus amigos, el franciscano Beato
Nicolás Factor, con el que muchas veces se juntaba para hablar de temas
espirituales, se caracterizó por la frecuencia y profundidad de sus éxtasis. En
la celda de fray Luis, donde solían reunirse, era frecuente que, al tocar
ciertos temas espirituales, fray Nicolás quedara extático en una suspensión de
los sentidos que en ocasiones duraba horas. En estas ocasiones, fray Luis, que
no solía tener estos arrobos contemplativos, se estaba orando en silencio,
adorando al Señor, haciendo compañía a su santo hermano franciscano, hasta que
éste volvía en sí.
San Luis Beltrán nunca dudó de la
veracidad de tales éxtasis, y así lo declaró, como se adujo en el Proceso de
beatificación de fray Nicolás. Santo varón fue éste, gran maestro en cosas
espirituales, y buen escritor, como se aprecia en su breve escrito sobre Las tres vías, uno de los pocos que se conservan
de él. El Beato Nicolás siempre estuvo convencido de la santidad de su amigo
fray Luis. Una carta que le escribió terminaba así: «Rogad a Dios por mí,
Sancte Ludovice Bertrán». Y una vez, desde el púlpito, dijo ante mucha gente:
«Yo no soy santo, pero fray Luis Beltrán sí».
Otro gran amigo de fray Luis, como
veremos, fue San Juan de Ribera, que era en Valencia un arzobispo santo
(1569-1611), al estilo reformador de Trento, como lo eran en Milán San Carlos
Borromeo o en Lima Santo Toribio de Mogrovejo.
El uno de enero de 1581 cumplió fray
Luis sus cincuenta y cinco años, sabiendo que iba a morir pronto; conoció
incluso la fecha: el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires.
Ese conocimiento, así consta, llegó a hacerse público en Valencia. Así por
ejemplo, en los primeros meses de ese año, el prior de la Cartuja de
Porta-Coeli se enteró de tal fecha por el Patriarca y por otras personas, y al
volver al monasterio escribió en un papel: «Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr.
Ludovicus Bertrandus». Selló
luego el papel, y lo guardó en la caja fuerte del monasterio con el siguiente
sobreescrito: «Secreto que ha de ser abierto en la fiesta de Todos los Santos
del año 1581».
Todavía predicó San Luis algunos sermones
importantes, pero ya no pensaba sino en morir en los brazos de Cristo. Pero
tampoco entonces le dejaban tranquilo, y por su celda de moribundo pasaba una
procesión interminable de visitantes, llenos de solicitud y veneración. Aún
hizo algunos milagros, y uno de ellos estando en su lecho de muerte: a ruegos
de su buen amigo el caballero don Juan Boil de Arenós, cuya hija doña Isabel
estaba agonizando de un mal parto, consiguió con su oración volverla a la
salud.
El más asiduo y devoto de sus visitantes
fue el Patriarca, San Juan de Ribera, tanto que terminó por llevarse al enfermo
a su casa arzobispal de Godella. Allí el arzobispo, según cuentan testigos, «le
componía la cama, le acomodaba los paños de las llagas que tenía en las piernas
y besábalas con profunda humildad y devoción». Según refiere el padre Antist,
«él mismo le cortaba el pan y la comida. Daba también la bendición y las
gracias y, en más de una ocasión, le sirvió de rodillas la bebida y aun le ponía
los bocados en la boca. Acabada la cena, se estaba muchas veces el Patriarca
con fray Luis hablando de cosas del espíritu en la ventana, porque el benigno
padre gustaba en extremo de mirar al cielo, que, en fin, era su casa». Del
contenido de aquellas altas conversaciones, sólo los ángeles de Dios guardan
relación exacta.
Vuelto al convento, aún vive un mes
postrado. Y cuando algunos amigos le hacen música en la celda, él esconde su
rostro bañado en lágrimas bajo la sábana, pues ya presiente la bienaventuranza
celestial. El 6 de octubre pregunta en qué día está, y cuando se lo dicen, hace
la cuenta: «¡Oh, bendito sea Dios! ¡Aún me quedan cuatro días!». Cuando llegó
el día, se volvió hacia San Juan de Ribera, su amado arzobispo: «Monseñor,
despídame, que ya me muero. Dadme vuestra bendición».
Y ese día murió, justamente, el 9 de
octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Paulo V lo
beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre los santos de Cristo y
de su Iglesia.