28 de noviembre
La capilla de las apariciones de la
Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de
las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en
Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché"
está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio
tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la
capilla.
La capilla es enormemente vulgar, como
cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin
estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla
sigue siendo desangelada.
Uno comprende que la Virgen se apareciera
en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta
montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario
de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos,
árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que
allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina
piadosa...
Pero la capilla de la rue du Bac es el
sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las
cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella
noche del 27 de noviembre de 1830.
Yo siempre que paso por París voy a decir
misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán
derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos
y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde
lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.
Si la capilla debe toda su celebridad a
las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de
nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una
más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio,
aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a
sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla
Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas
de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida
de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en
su gran alma pasaba.
Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la
llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806,
de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos
vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.
La madre murió en 1815, quedando huérfana
Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma
madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos
parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor,
ingresa en las Hijas de la Caridad.
-Ahora -dice Zoe a Tonina-, nos toca a
nosotras hacer marchar la casa.
Doce años y diez años..., o sea, dos
mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había
que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en
una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la
que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al
tajo la comida de los trabajadores.
Y al mismo tiempo que los deberes de
casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al
catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de
recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa,
más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las
amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un
campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con
él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de
comprender sus cosas.
Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un
rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen
el tiempo se le pasa volando.
Un día ve en sueños a un venerable
anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye
despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces
la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y
serás feliz". De momento no entiende nada, no puede hablar con nadie de
estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar
para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión
irrevocable que reveló a su hermana.
-Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas
mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.
Esto mismo se lo dice un día al señor
Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del
consentimiento paterno.
Efectivamente, el padre creyó haber dado
bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la
predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como
se dice en la aldea.
Y la mandó a París, a que ayudase a su
hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.
El cambio fue muy brusco. Zoe añora su
casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la
tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen,
qué galanterías, qué atrevimientos!
Sólo por la noche, después de un día
terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre
habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la
saque de aquel ambiente tan peligroso.
Carlos comprende que su hermana sufre, y
como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero
cómo solucionarlo estando el padre por medio?
Habla con Huberto, otro hermano mayor,
que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en
Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.
El señor Labouré accede. Otra vez el
choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él
se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero
perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los
nueve años.
Un día, visitando el hospicio de la
Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote
que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl.
Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se
sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su
consentimiento.
Zoe hizo su postulantado en la misma casa
de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la
casa central de las Hijas de la Caridad en París.
A fines del noviciado, en enero de 1831,
la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el
nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para
ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes.
Es piadosa y trabaja en la virtud".
Pues bien: a esta novicia corriente, sin
cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la
Virgen Santísima.
He aquí cómo relata la propia sor
Catalina su primera aparición:
"Vino después la fiesta de San
Vicente, en la que nuestra buena madre Marta hizo, por la víspera, una
instrucción referente a la devoción de los santos, en particular de la
Santísima Virgen, lo que me produjo un deseo tal de ver a esta Señora, que me
acosté con el pensamiento de que aquella misma noche vería a tan buena Madre.
¡Hacía tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había
distribuido un pedazo de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado
el mío por la mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de
que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen. "Por fin,
a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre: Hermana,
hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído la voz, que era
hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de edad de
cuatro a cinco años, que me dice: Venid a la capilla; la Santísima Virgen os
espera. Inmediatamente me vino al pensamiento: ¡Pero se me va a oir! El niño me
respondió: Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está
profundamente dormido: venid, yo os aguardo. "Me apresuré a vestirme y me
dirigí hacia el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera
de mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien yo le seguí a
él en todos sus pasos. Las luces de todos ios lugares por donde pasábamos
estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de punto el asombro
cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la puerta apenas la hubo tocado
el niño con la punta del dedo; y fue todavía mucho mayor cuando vi todas las
velas y candeleros encendidos, lo que me traía a la memoria la misa de Navidad.
No veía, sin embargo, a la Santísima Virgen. "El niño me condujo al
presbiterio, al lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y
el niño permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré
no fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela. "Al
fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: He aquí a la Santísima
Virgen; hela aquí. Yo oí como un ruido, como el roce de un vestido de seda, procedente
del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José, que venía a colocarse en
las gradas del altar, al lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa
Ana; sólo que el rostro de la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa.
"Dudaba yo si seria la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me
dijo: He ahí a la Santísima Virgen. Me sería imposible decir lo que sentí en
aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía. Entonces el
niño me habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor energía y con
palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la Santísima Virgen, me
puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre las gradas del altar y las
manos apoyadas sobre las rodillas de esta Señora... "El momento que allí
se pasó, fue el más dulce de mi vida; me seria imposible explicar todo lo que
sentí. Díjome la Santísiina Virgen cómo debía portarme con mi director y muchas
otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, viniendo
(y me señaló el altar con la mano izquierda ) a postrarme ante él y derramar mi
corazón; que allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad...
Entonces yo le pregunté el completo significado de cuantas cosas habia visto, y
Ella me lo explicó todo... "No sé el tiempo que allí permanecí; todo lo
que sé es que, cuando la Virgen se retiró, yo no noté más que como algo que se
desvanecía, y, en fin, como una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por
el mismo camino que había traído al venir. "Me levanté de las gradas del
altar, y vi al niño donde le había dejado. Dijome: ¡Ya se fue! Tornamos por el
mismo camino, siempre del todo iluminado y el niño continuamente a mi izquieda.
Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para
hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había pedido mucho que me
obtuviese este favor. Estaba vestido de blanco y llevaba en sí una luz
maravillosa, o sea, que estaba resplandeciente de luz. Su edad sería como de
cuatro a cinco años. "Vuelta a mi lecho, oí dar las dos de la mañana; ya
no me dormí".
La anterior visión, que sor Catalina
narra con todo candor, ocurrió en el mes de julio. fue como una preparación a
las grandes visiones del mes de noviembre, que la Santa referiría a su
confesor, el padre Aladel, por quién se insertaron los relatos en el proceso
canónico iniciado seis años más tarde.
"A las cinco de la tarde, estando
las Hijas de la Caridad haciendo oraciones, la Virgen Santísima se mostró a una
hermana en un retablo de forma oval. La Reina de los cielos estaba de pie sobre
el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. Tenia en sus benditas
manos unos como diamantes, de los cuales salían, en forma de hacecillos, rayos
muy resplandecientes, que caían sobre la tierra... También vió en la parte
superior del retablo escritas en caracteres de oro estas palabras: ¡Oh María
sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos! Las cuales
palabras formaban un semicírculo que, pasando sobre la cabeza de la Virgen,
terminaba a la altura de sus manos virginales. En esto volvióse el retablo, y
en su reverso viése la letra M, sobre la cual habia una cruz descansando sobre
una barra, y debajo los corazones de Jesús y de Maria... Luego oyó estas
palabras: Es preciso acuñar una medalla según este modelo; cuantos la llevaren
puesta, teniendo aplicadas indulgencias, y devotamente rezaren esta súplica,
alcanzarán especial protección de la Madre de Dios. E inmediatamente
desapareció la visión".
Esta escena se repitió algunas veces, ya
durante la misa, ya durante la oración, siempre en la capilla de la casa
central. La primera aparición de la Medalla Milagrosa ocurrió el 27 de
noviembre de 1830, un sábado víspera del primer domingo de adviento.
Pasado el seminario, sor Labouré fue
enviada al hospicio de Enghien, en el arrabal de San Antonio, de París, lo que
le dió facilidad de seguir comunicándose con su confesor, el padre Aladel. La
Virgen había dicho a sor Catalina en su última aparición: "Hija mía, de
aquí en adelante ya no me verás más, pero oirás mi voz en tus oraciones".
En efecto, aunque no se repitieron semejantes gracias sensibles, sí las
intelectuales, que ellas distinguía muy bien de las imaginativas o de los
afectos del fervor.
En el hospicio de Enghien, la joven
religiosa fue destinada a la cocina, donde no faltaba trabajo; pero
interiormente sentía apremios para que la medalla se grabara, y así se lo
comunicó al señor Alabel, como queja de la Virgen. El prudente religioso fue a
visitar a monseñor de Quelen, arzobispo de París, y al fin, a mediados de 1832,
consiguió permiso para grabar la medalla, pudiendo experimentar el propio
prelado sus efectos milagrosos en monseñor de Pradt, ex obispo de Poitiers y
Malinas, aplicándole una medalla y logrando su reconciliación con Roma, pues
era uno de los obispos "constitucionales".
Sor Catalina recibió también una medalla,
y, después de comprobar que estaba conforme al original, dijo: "Ahora es
menester propagarla".
Esto fue fácil, pues la Hijas de la
Caridad fueron las primeras propagandistas. Entre ellas había cundido la
noticia de las apariciones, si bien se ignoraba qué hermana fuera la vidente,
cosa que jamás pudo averiguarse hasta que la propia Sor Catalina en 1876,
cuando ya presentía su muerte, se lo manifestó a su superiora para salvar del
olvido algunos detalles que no constaban en el proceso canónico, en el que
depuso solamente su confesor. Ni aun consintió en visitar al propio monseñor de
Quelen, aunque deseaba vivamente conocerla o al menos hablar con ella. El padre
pudo defender su anonimato alegando que sabía tales cosas por secreto de
confesión.
La Medalla Milagrosa, nombre con que el
pueblo comenzó a designarla por los milagros que a su contacto se obraban en
todas partes, se hizo más popular con la ruidosa conversión del judío Alfonso
de Ratisbona, ocurrida en Roma el 20 de enero de 1842. De paso por la Ciudad
Eterna, el joven israelita recibió una medalla del barón de Bussieres,
convertido hacía poco del protestantismo. Ratisbona la aceptó simplemente por
urbanidad. Una tarde, esperándole en la pequeña iglesia de San Andrés dalle
Fratre, se sintió atraído hacia la capilla de la Virgen, donde se le apareció
esta Señora tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y cayo como en
éxtasis. No habló nada, pero lo comprendió todo; pidió el bautismo, renunció a
la boda que tenía concertada, y con su hermano Teodoro, también convertido,
fundó la Congregación de los Religiosos de Nuestra Señora de Sión para la
conversión de los judíos.
A partir de entonces la Medalla Milagrosa
adquiere la popularidad de las grandes devociones marianas, como el rosario o
el escapulario.
Y entre tanto sor Catalina Labouré se
hunde más y más en la humildad y el silencio. Cuarenta y cinco años de
silencio. La aldeanita de Fain-les-Moutiers, que sabia callar en casa del señor
Labouré, calla también ahora en el hospicio de ancianos.
Después de haber insistido, suplicado,
conjurado, siempre con admirable modosidad, inclina la cabeza y espera en
silencio.
En Enghien pasa de la cocina a la
ropería, al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja
de la infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya
para hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.
En 1865 muere el padre Aladel, y puede
cualquiera pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las
exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que
presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.
Otro sacerdote le sustituye en su
cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones, pero no
consigue ser comprendida.
Sor Catalina habla de tales hechos
extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera en los apuntes
íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus visiones.
Ella vive en el silencio, y hasta tal
punto es dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo
traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban
desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La
someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en vano. Sor
Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de comunidad con el
aire más natural del mundo.
La virtud del silencio consiste no tanto
en sustraerse a la atención de los demás cuanto en insistir ante su confesor
con paciencia y sin desmayos, sin que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha
muerto el padre Aladel y el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa
teme que la muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.
El confesor que sustituyó al padre Aladel
es sustituido por otro. Estamos a principios de junio de 1876, año en que
"sabe" la Santa que habrá de morir. Tiene delante pocos meses de
vida. Ora con insistencia, y, después de haber pedido consejo a la Virgen,
confía su secreto a la superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión
consigue que se erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las
apariciones.
La misión ha sido cumplida del todo. Y
sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de
1876.
En noviembre de aquel año tuvo el
consuelo de hacer los últimos ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde
había sentido las confidencias de la Virgen.
Su muerte fue dulce, después de recibir los santos
sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.
Cuando cincuenta y seis años más tarde el
cardenal Verdier abría su sepultura para hacer la recognición oficial de sus
reliquias, se halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que
habían visto a la Virgen.
Hoy sus reliquias reposan en la propia
capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo, por cuya erección
tuvo que luchar la Santa hasta el último instante.
Beatificada por Pío XI en 1923, fue
canonizada por Pío XII en 1947. Sus dos nombres fueron como el presagio de su
existencia: Zoe significa "vida", y Catalina, "pura".
CASIMIRO
SÁNCHEZ ALISEDA