10 de julio
SAN CRISTÓBAL,
Mártir
SAN CRISTÓBAL,
Mártir
Aguerrido y asaz
petulante es el mozo. Sueña con aventuras y se ha propuesto no cejar en el empeño.
Sabe que tiene buen porte y anda muy pagado de su figura gentil. Tan airosa es
su facha que, andando los siglos, se leerá en el himno antiguo del Breviario
Toledano: "Elegans statura, mente elegantior, -Visu fulgens, corde vibrans-,
Et capillis rutilans" (Lindo talle, de mejor entendimiento -ojos alegres,
corazón ardiente-, y de cabellos rubios rutilantes). Pero el mozo no conoce aún
la Luz verdadera y sólo para mientes en sus ansias de gloria.
Se le conoce por varios
nombres. Offero, Réprobo, Relicto y Adócimo. Por todos ellos responde el
joven, muy pagado de su alcurnia y su linaje. Porque es el unigénito, y primogénito
de un rey cananeo, cuya esposa veía transcurrir su vida sin descendencia. Su
nacimiento le ha costado muchas lágrimas y muchos rezos.
Relicto -el nombre más
usual en sus biografías- ha visto la luz primera en tierra cananea. Acaso en
Tiro, acaso en Sidón. Ambas se disputan la supremacía de la Tierra de Promisión,
dada por Dios hace muchos años a los hijos de Israel, en premio a los inmensos
trabajos que padecieron por espacio de cuatro centurias uncidos a la tiranía de
los faraones.
Ambas ciudades
envuelven su cuna en leyendas mitológicas, y de ellas habla la Biblia en sus
primeros libros. El Génesis (10, 19) designa a Sidón ya con este nombre, y en
el libro de Josué (11, 8) Tiro pasa por ser una plaza fuerte.
Ambas asimismo
rivalizaron en importancia y lucharon con denuedo para irrogarse la supremacía
del mar, detentada a la postre por Tiro, madre de ciudades, como Hipona y
Cartago, en África del Norte.
Las dos aportaron la
madera incorruptible de los famosos cedros para el Templo que Salomón levantara
a Yahvé, el Dios único. Hiram, rey de Tiro, había recibido del más sabio de
los hijos de los hombres apremiante mensaje: "Quiero edificar a Yahvé, mi
Dios, una casa como se lo manifestó Yahvé a mi padre David, diciendo: "Tu
hijo al que pondré yo en tu lugar sobre tu trono, edificará una casa a mi
nombre". "¡Manda, pues, cortar para mí cedros en el Líbano; mis
siervos se unirán a los tuyos, y yo te daré lo que tú me pidas, pues bien
sabes que no hay entre nosotros quien sepa labrar la madera como los
sidonios".
Hiram contestó:
"He oído lo que has mandado a decir. Haré lo que me pides en cuanto a la
madera de cedros y cipreses. Mis siervos los bajarán del Líbano al mar y yo
los haré llegar en balsas, hasta el lugar que tú me digas. Allí se desatarán
y tú los tomaras, y cumplirás mi deseo proveyendo de víveres mi casa" (3
Reg. 5).
Por "el país de
Tiro y de Sidón" pasó Jesús derramando mercedes. "Señor, hijo de
David, ten lástima de mi: mi hija es cruelmente atormentada del demonio" (Mt.
15, 22), oyó el Maestro en estas tierras, cuyos habitantes supieron de la
majestad omnipotente del Hijo de Dios y merecieron sus palabras de consuelo y
esperanza "¡Ay de ti, Corozain!, ¡ay de ti, Betsaida!, que si en Tiro y
en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo
ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto,
os digo que Tiro y Sidón serán menos rigurosamente tratadas en el día del
juicio que vosotras."
Mas la historia no
cuenta para Relicto, quien sólo piensa en aventuras y en oropeles. ¿Le empujan
acaso los soberbios bajeles que el mozo contempla en el puerto de Tiro o en el
de Sidón, y con los cuales ambas ciudades siguen manteniendo su hegemonía marítima,
heredada de siglos, por el Mediterráneo? ¿O quizá su noble alcurnia, pues se
sabe hijo de un rey o virrey, con poder y con súbditos? Tal vez su noble facha
y gigantesca robustez. "Era además -escribe uno de sus biógrafos- de
enorme robustez, hercúlea fuerza y de tan apuesta y agradable figura, noble
aspecto y disposición en su persona, que atraía a sí los ojos de cuantos le
miraban".
Para su sed de glorias,
espoleada por su noble porte, Relicto pone su espada al servicio del rey. Pero
un rey poderoso, no el que rige aquellos territorios. El apuesto mozo toma a
deshonra servir a un monarca corto de talla y de glorias. ¿Cómo Relicto, de
estatura gentil, de ojos ardientes y de cabellos rubios, valeroso y aguerrido,
gigante membrudo, puede rendir su espada invicta ante un insignificante
reyezuelo?
"Púsose a
considerar su elegante estatura, sus extraordinarias fuerzas, su corazón
animoso, su valor tan celebrado, y, hallándose sirviendo a un rey cananeo, que,
a la cuenta, o no era de mucha fama, o tenía cortas prendas para la corona, se
desdeñó de servir como vasallo humilde a quien sólo le excedía en la fortuna
del cetro, Pues muchas veces concedió la fortuna (en fin, como ciega y loca)
las reales insignias a muchos que aun para ser mandados eran indignos. Y si
abandonamos el fabuloso nombre de la fortuna, pues los cristianos no reconocemos
fortuna fabulosa, sino decretos y permisiones de la divina Providencia, tal vez
concedió Su Majestad el cetro a quien era indigno del trono porque no merecían
los pueblos otra cosa que sus culpas, y no es éste el menor testigo de la ira,
pues siente mucho el súbdito el golpe del azote cuando viene por mano del que
debe ser en la república, no tirano, sino padre".
No quería el mozo
mandar, sino ser mandado. Ansiaba sólo servir, pero buscaba rey que fuese digno
de ser servido. "Soy discreto -pensaba-, robusto, galán, entendido,
valeroso, y ¿he de sujetarme a quien considero indigno de mandar?"
Así, pues, deja
Relicto aquellos lugares donde transcurriera su niñez y se pone en camino a la
busca del rey mayor de la tierra. Tropiézase con Gordiano, emperador de Roma,
empeñado a la sazón en lucha tenaz contra los persas.
Admiróse el monarca de
la prócer estatura del nuevo soldado, enamoróse de su bizarría y se aficionó
al valor que demostraba.
Llegado hasta el rey,
Relicto habló sin miedo y sin tacha: "Yo, oh rey soberano, busco al mayor
rey de la tierra, al rey de la mayor fama; no por interés villano de riquezas y
hacienda, sino sólo por la noble codicia de honra y fama, que mis prendas, mi
valor, mi gigantesca estatura, no son para servir a reyes pequeños, sino para
emplearse en servicio del mayor rey del mundo. Yo allá, en Caná, servía a mi
rey; mas me pareció que a un rey pigmeo no debía servir un soldado gigante.
Sediento de triunfos, busqué al mayor rey de la tierra, y oí decir que a esta
hora tú eras en la tierra el rey más famoso. Por eso dejé aquel rey y vengo a
servirte a ti; porque ya que mi estrella me conduce a servir como vasallo, sólo
he de servir al que es el mayor rey del mundo".
Pagóse el rey de la
libertad de la respuesta, o "acaso por la lisonja de oírle decir que era
celebrado en la tierra por el rey mayor; que este pestilente aire de la lisonja
suena, mejor que en otros, en los reales oídos. Facilísimamente pasa al pecho,
que es un cebo muy dulce, y gana tanto la voluntad que pocas veces se le cierran
las puertas del corazón.
Entra Relicto a formar
parte de las tropas del rey, y tanto es su valor y tanta su destreza en el
combate, que el monarca lo tiene junto a sí en los momentos de peligro.
Y, cuando vuelven las
banderas victoriosas, el monarca abre sus salones a la alegría del triunfo.
Relicto asiste a la fiesta, y contempla con asombro que el rey palidece cuando
uno de los juglares exalta el poder de Satán.
"Luego Satán es más
poderoso que mi rey -piensa Relicto-. He de ponerme a su servicio."
"Relicto no era el
primero ni el último hombre que entre los de su estirpe creyeran en Satán, el
antagonista del hombre, el príncipe de este mundo; le concebía como encarnado
y real, y como a tal le seguía".
Sale Relicto al
encuentro de Satán, "el rey más poderoso de la tierra". Únese a su
cortejo, presto a desenvainar la espada tan pronto el enemigo haga acto de
presencia. Gran algarabía reina en los ejércitos de Satán. Mas Relicto
observa que todos palidecen cuando divisan una cruz en el camino. Satán ordena
un largo rodeo. El soldado se extraña.
¿No viste una cruz que
estaba en el camino real? —responde malhumorado Satán a las preguntas del
gigante.
La divisé, como todos
los demás.
-Pues sabe que sólo
por no pasar junto a ella me aparté del camino, aunque conocía la grave
molestia que se le seguía a mis gentes.
-Pues, ¿qué mal te
hace aquella cruz? ¿Es más que un palo? ¿Es más que un madero? Yo paso junto
a ella sin susto -respondió, desdeñoso, Relicto.
-Esa cruz que has visto es
insignia de un capital enemigo mío, que se llama Cristo. Un hombre que, por
malhechor, ha muerto crucificado en esa cruz.
-¿Qué Señor es ése
que tanta virtud da desde esa señal que ella sola llena tu pecho de pavor?
Satán permanecía
callado. No quería confesar su derrota. Relicto insistía.
-¿No dices que ya murió
en esa cruz? Pues, ¿qué te asusta, si ya perdió la vida?
Ante el mutismo de Satán,
Relicto toma una decisión tajante.
-"Yo voy a buscar
a este Cristo, que es, sin duda, más poderoso que Satán."
-"Con qué
suavidad, oh Cristóbal! -exclama fray Tomas Monzón-, te va llevando hacia
sí la gracia. Ya da luz a tus pasos para que sigas la dicha. Y más acelerados
fueran si este enemigo te hubiera dicho también que Cristo había muerto en esa
cruz por ti, por sacarte de su tiranía y redimirte de la esclavitud de la
culpa; pero ya lo vas conociendo, y veremos cómo diste pasos tan gigantes que
desquitaste todo el tiempo perdido, sacando ventaja en la carrera a muchos que
lo conocieron con más tiempo".
Ya tenemos a Cristóbal
soldado de Cristo, "El joven licencioso, pagano, que recorre el mundo en
busca de la felicidad, pero está preocupado de hallar la verdad y acallar su
conciencia, que le reprende sus extravíos, ha encontrado el verdadero camino,
la auténtica dicha."
La leyenda esmaltó con
bellas narraciones la vida del gigantesco soldado de Cristo. Resulta complicado
y harto difícil discernir la fantasía de la verdad. La gran popularidad de San
Cristóbal, perpetuada en copiosa iconografía, desparramada por todo el mundo,
contribuyó poderosamente a la exaltación de tales gestas, basadas en hechos
reales, pero salpicadas con fuertes dosis de imaginación.
No puede negarse la
existencia del mártir. "Fue -afirma el padre Cascón- más que
suficientemente probada por el jesuita Nicolás Serario en su tratado sobre las
letanías (Litaneutici) (Colonia
1609), y por Molanus en su Historia de
las pinturas e imágenes sagradas (De
picturis et imaginibus sacris) (Lovaina 1570)."
La corroboran "los
testimonios de los Bolandos, críticos eclesiásticos cuya misión es examinar
los documentos relacionados con los santos, especialmente de los primeros
tiempos, para depurarlos de lo que en ellos haya podido mezclarse de legendario,
reduciendo la tradición a los límites lógicos que, como fuente de la
historia, pueden admitirse".
La patentizan los
martirológios y misales antiguos, y el breviario mozárabe, en los que se alude
a la existencia de Cristóbal, "mártir de Cristo bajo el reinado de Decio,
emperador", y "en Licia, San Cristóbal, mártir, el cual en el
imperio de Decio, deshecho con varillas de hierro y librado, por virtud de
Cristo, de la voracidad de las llamas, finalmente acribillado a saetas y cortada
la cabeza, consumó el martirio".
El Martirologio da el
25 de julio como fecha de la muerte de Cristóbal, en cuyo día la Iglesia
proclama el triunfo del Santo. Por coincidir la efemérides con la festividad de
Santiago, Patrón de España, se traslada la conmemoración del martirio de San
Cristóbal al 10 del mismo mes, en memoria de un singular prodigio acaecido en
Valencia.
Dan fe, por último,
las numerosas reliquias del mártir, desperdigadas por España. Se asegura que
en el año 258, poco después de su martirio, fueron traídas a nuestra Patria
las reliquias del mártir. Un brazo se conserva en Santiago de Compostela, una
mandíbula en Astorga, y Toledo y Valencia poseen asimismo otras reliquias
venerandas del insigne soldado de Cristo.
¡Cristóbal, soldado
de Cristo! Ya sirve a un Señor, que a nadie teme y de todos es temido. Ha
muerto en la cruz, ante la que tiembla Satán y ante la que se arrodilla humilde
un viejo ermitaño.
-Decidme, hermano, ¿dónde
he de encontrar a ese Cristo, Rey más poderoso que todos los pasados?
-pregunta,
sumiso, el arrogante soldado al eremita.
-¿Para qué queréis
hallarlo?
-Con ánimo resuelto de
servirle.
"Regocijóse en
extremo el siervo de Dios con la ocasión tan buena que se le venía a las
manos, conociendo que el Señor se la enviaba para que ilustrase aquel ciego
entendimiento con las luces de la fe, transformando aquel corazón bruto en un
diamante peregrino que pudiese servir de anillo en la divina mano".
Déjase Relicto
instruir por el ermitaño, quien va descubriéndole los misterios de la fe
verdadera.
-¿Cómo he de servir a
mi nuevo Señor? -ínstale Relicto.
-Con la oración y el
ayuno.
-No sé rezar.
-Ayuna entonces.
-¿No ves mi corpulenta
estatura? He de comer más que los otros para mantenerme.
-Sírvele entonces con
tu estatura y tu fuerza. Ayuda a vadear el torrente a los caminantes que lo
precisen.
-Relicto obedece al
ermitaño. Su cuerpo gigantesco transporta a nado sobre sus hombros a los que no
se atreven a vadear el peligroso río.
De esta guisa comenzó
el nuevo soldado de Cristo a servir a su Señor. Hasta que un día divisó un niño
bien pequeño en la misma ribera del río. Preguntóle qué deseaba y el pequeño
le respondió que le pasase a la otra orilla. Tomóle Relicto y se lo puso al
hombro, teniendo por cosa de juguete el peso.
Dejemos a uno de los biógrafos
narrarnos el milagroso hecho, que inspiró la iconografía del Santo más difundida desde el Medievo.
"Cristóbal entró
animoso al río con su báculo, como jugueteando con las ondas; pero a pocos
lances conoció que aquel alto bajel se iba a pique, arrebatado de la furia de
la corriente. Crecían las aguas, entumecíanse las olas; procuraba cortarlas
valiente, haciendo en la arena pie firme; por nada le valía, porque el pequeño
Niño que llevaba en sus hombros tanto le abrumaba con el peso que si él mismo
no le diera (aunque él no lo conocía) la mano, como a San Pedro, para librarle
del naufragio, en ellas hubiera hallado Cristóbal su sepultura. Rendido, como
sudando y gimiendo, salió a la orilla y puso (bien que admirado) al Niño en la
arena, y le dijo al que imaginaba niño estas palabras: "¿Quién eres, Niño?
En grande peligro me has puesto. Jamás me vi en riesgo de perder la vida, sino
hoy, que te llevé sobre mi espalda. Las coléricas aguas aumentaban su enojo, y
Tú ibas multiplicando el peso. No pesabas tanto al principio. ¿Quién eres, Niño,
que tan en la mano tienes hacerte ligero o pesado? Creo que más pesas Tú que
el mundo, pues éste no me acobardara con el peso, aunque me lo echara al
hombro".
Entonces Cristóbal oyó
la respuesta que le abriría de par en par las puertas de la gracia y le señalaría
el nombre que habría de adoptar en el bautismo.
"Te llamarás
Cristóforo, porque has llevado a Cristo sobre tus hombros. No te admires, Cristóbal,
de que yo te pese más que el mundo, aunque me ves tan niño; porque peso yo más
que el mundo entero. Yo soy de este mundo que dices, el único Criador; y así
no sólo al mundo, sino al Criador del mundo, has tenido sobre tus hombros. Bien
puedes gloriarte con el peso: Yo soy Cristo: Yo soy ese Señor que buscas: Ya
hallaste lo que deseas, y a quien has servido tanto en estas obras piadosas, y,
aunque sobra mi palabra para crédito de mi verdad, pues sólo porque yo lo digo
tiene su firmeza la fe, ejecutaré un prodigio para que conozcas la grandeza de
este Niño pequeño. Vuélvete a tu casa, no tienes ya que temer las olas. Fija
en la tierra ese árido tronco que te sirve de báculo, que mañana le verás no
sólo florido, sino coronado de frutos".
Y el prodigio fue. A la
mañana siguiente la estaca seca plantada en el suelo se había trocado en
esbelta palmera cuajada de frutos.
¡Cristóbal, portador
de Cristo! De cuatro maneras -observa monseñor Tihamer Toth- llevó el
gigantesco soldado a su nuevo Señor. Sobre sus hombros, cuando el paso del río;
en los labios, por la confesión y predicación de su nombre; en el corazón,
por el amor, y en todo el cuerpo, por el martirio.
Ya está preparado
Cristóbal para recibir el bautismo. Se lo administra el santo patriarca Babilas
en la basílica de Antioquía. Relicto cambia de nombre al profesar su fe en el
Redentor. De aquí en adelante se llamará Cristóbal, es decir, portador de
Cristo.
Mas quien ha llevado
una vez a Cristo sobre sus hombros ha de llevarlo siempre con su ejecutoria. De
nuevo la tradición aporta una leyenda ejemplar y bellísima.
"Allá en el siglo
III de la Iglesia, a un valerosísimo cristiano, de real estirpe, le abofetea en
la plaza pública un hombre de vilísima condición.
El soldado le coge con
sus puños de hierro. Le derriba en el suelo. Desenvaina la espada y la alza
para darle el golpe de muerte.
-¡Mátale, mátale! -grita
el gentío que le rodea, indignado por la cobarde y desvergonzada acometida del
injuriador...
El soldado, como
volviendo en sí, levanta los ojos al cielo, suelta a su ofensor, envaina la
espada y dice:
-Le mataría si no
fuera cristiano.
-¡Mátale! ¡Mátale!
-le grita de nuevo el gentío.
-¿Matarle? Le mataría
si no fuera cristiano...".
Aquel valerosísimo
cristiano, de real estirpe, había recibido en el bautismo el nombre de Cristóbal.
Mas los días de Cristóbal
están ya contados. Su ardoroso celo en la predicación evangélica espolea sus
ansias. Licia primero, Samos después, oyen su inflamado verbo y presencian la
conversión de muchos gentiles.
Y otra vez fue el
prodigio. "En medio de la plaza de Samos se hallaba Cristóbal, a vista de
todo el pueblo, arrastrados del prodigio de ver aquel monstruo (por tal le tenían)
tan singular. Hablaba y predicaba; pero ni por señas le entendían. Lleváronle
a la puerta donde residían los jueces; mas éstos tampoco alcanzaban los
intentos de este hombre, porque ni él los entendía ni le entendían ellos, y
así eran inútiles todos sus trabajos. No desconfió Cristóbal en medio de su
aflicción; y si San Pablo dijo que todo lo podía en el Señor que le
confortaba, lo mismo le sucedió a Cristóbal, pues, sabiendo que su Dueño era
todopoderoso, y que dio lenguas a sus discípulos en el Cenáculo para que
fuesen entendidos de diecisiete naciones distintas, hablando a cada uno en su
particular idioma, conoció que aquí podía repetir el mismo prodigio, pues el
mismo era su fin, que era predicarles la verdadera fe. Y así, en presencia de
los mismos jueces, comenzó a clamar a Dios en oración tan fervorosa y humilde
que, al verle todos con las rodillas en el suelo, clavados en el cielo los ojos,
puestas las manos en el pecho, y que daba aquellas voces que nadie las entendía,
los mismos jueces le volvieron como a loco las espaldas, dejándole como a tal
por risa y escarnio del pueblo, que todo lo cercaba, o para ver el fin de aquel
prodigio, o para entretenerse con el loco.
Aquí fue donde en
medio de la plaza plantó su báculo, y, haciendo breve oración a Dios, se vio
convertido en palma por segunda vez, ejecutando Dios aquel milagro por que no
tuviesen por loco al que les predicaba a Jesucristo. Mas presto conocieron el
fruto de la oración, que ellos, como bárbaros, imaginaron locura. Porque no
bien había concluido su oración, cuando la divina gracia le concedió el don
de lenguas, y con el nuevo favor comenzó a predicar de Dios las
maravillas".
Llegó a oídos del rey
Dagón el portentoso suceso, del que fuera protagonista uno de los cristianos, a
quienes tenía ordenado por el emperador Decio su persecución y
encarcelamiento. Mandó entonces el soberano soldados para que le prendieran,
pero no se atrevieron y regresaron a palacio Sin Cristóbal. Enojóse
sobremanera el monarca y redobló la guardia con la orden terminante de que
condujesen a prisión al alborotador.
Dejóse conducir Cristóbal
maniatado, como vulgar facineroso, ante la presencia del reyezuelo, quien, colérico
y enojado, preguntóle:
-¿De dónde eres? ¿Cómo
te llamas?
-Soy cananeo. Mi nombre
no es ahora el mismo que antes tenía. Antes me llamaba Réprobo, y bien decía
mí nombre quién yo era, pues tales eran mis obras mientras ciego vivía, como
vosotros, en las tinieblas de la gentilidad, que no sólo el nombre, sino todo
yo era Réprobo, hijo del demonio, hijo de la perdición. Mas ahora me llamo
Cristóbal, porque mí Señor es Cristo, Hijo de Dios verdadero.
-¿Qué nombre es ése?
-replicó el tirano, disimulando su enojo--. ¿Es posible que, siendo tú bizarro
y generoso cananeo, te sujetes a la vil servidumbre de este Cristo? Ese Cristo
no es más que un hombre, que, por ser engañoso y malhechor, le quitaron la
vida en una cruz. ¿A quién podrá salvar ese hombre si no pudo salvarse a si
mismo? Deja, cananeo, ese nombre de cristiano, y no seas encantador, como ellos.
Mira que mis palabras no son sólo amenazas: te aseguro que serán obras, que
apuraré los martirios y te daré mil muertes si no sacrificas luego a nuestros
dioses.
-Yo soy cristiano y
adoro a Jesucristo -respondió con valentía Cristóbal-. A Jesucristo, a quien
llevo en mi nombre, llamándome Cristóbal, gloriándome de Él como el apóstol
San Pablo, pues le llevo en el nombre, en la boca y en el pecho. Pero tú te
llamas Dagón, que quiere decir muerte, porque realmente eres muerte del mundo
compañero del demonio; demonios son esos ídolos que adoras, hechuras de manos
de hombres.
Montó en cólera el
tirano y escupióle indignado.
-Bien se conoce que
eres bárbaro cananeo. Bruto eres en el semblante, y de bruto son tus
costumbres. Mamaste leche de fieras, y así de fieras son tus obras. No quiero
gastar contigo mis palabras. Te mando que sacrifiques a nuestros dioses. Si lo
haces te haré singulares honras, estarás a mi lado y serás de los principales
de mi reino. Pero si no quieres sacrificar, sabe que infaliblemente has de morir
y con los más rigurosos martirios.
Vano empeño del
tirano, quien vio sorprendido que ya algunos soldados de su escolta proclamaban
en su presencia que eran cristianos. Indignado el reyezuelo, los mandó degollar
y recluir a Cristóbal en el calabozo.
De nuevo volvió a su
intento Dagón. No se le ocultaba la extraordinaria importancia de que Cristóbal
abjurase de sus creencias y sacrificase a los dioses. Preparó hábil
estratagema. Niceta y Aquilina, dos cortesanas de vida licenciosa, visitarán a
Cristóbal en la prisión y con halagos y seducciones le harán abjurar de su
fe.
Mas, al verlas, "levantóse
con brío en pie Cristóbal, con un aspecto tan feroz que, al ver la severidad y
enojo de su semblante, cayeron en tierra desmayadas las mujeres, creyendo que no
tenía más término su vida que hablar Cristóbal la primera palabra, pues
rayos son los que arrojan los santos, que quitan la vida a sus enemigos".
Cayeron ambas en
tierra, heridas por la gracia, y confesando sus muchas faltas y proclamando su
arrepentimiento, imploraron de Cristóbal el perdón.
Dióles ánimos el mártir
para que públicamente confesasen a Cristo e increpasen al tirano por su maldad.
Llegadas a presencia del rey, echáronle en cara su impiedad y perfidia y burláronse
de los falsos dioses, cuyas estatuas arrojaron al suelo ante el asombro de la
corte.
Furioso el soberano,
ordenó matar a las dos cortesanas, quienes, invocando el auxilio de Cristóbal
y renovando su profesión de fe, entregaron sus almas al Creador en medio de
crueles tormentos.
"Así fueron las
dos coronadas en el mismo día, glorificando a Jesucristo con los mismos cuerpos
con que antes le ofendieron".
Todo ello no sirvió más
que para exasperar al rey, quien, fuera de sí, recapacitaba la forma de
deshacerse de Cristóbal, a quien no podía vencer con halagos y vanas promesas.
Estaban ya contados los
días del invicto soldado de Cristo. Ansiaba Cristóbal seguir presto la suerte
de las dos convertidas por su virtud y santidad, y ansiaba también el tirano
desquitarse de la afrenta infligiendo al Santo nuevos y crueles martirios.
Intentó de nuevo
apartarle de la fe con el señuelo de honores y de glorias. Empeño vano.
"Lo mismo era persuadirle que adorase sus dioses falsos y que mudase de
propósitos, que enternecer una peña o ablandar un bronce", por lo que
decidió darle muerte.
Mandó que lo azotasen
con varillas de hierro, pero Cristóbal no cesaba de entonar himnos a Dios.
Ordenó luego el tirano que le colocasen en la cabeza un casco de hierro al rojo
vivo, cuyo tormento soportó el mártir con entereza, saliendo indemne de la
dura prueba.
Desesperado el rey,
dispuso que tendiesen a Cristóbal sobre una gigantesca parrilla, a fin de que
fuese quemado a fuego lento. Mas las llamas respetaron el cuerpo del Santo y
derritieron, en cambio, la parrilla.
Tanto prodigio exaspera
al tirano, quien ve que la entereza de Cristóbal gana adeptos para la religión
cristiana. Ordenó entonces que atasen el reo a un árbol y que cuatrocientos
soldados disparasen sin cesar con sus arcos flechas hasta que el cuerpo de Cristóbal
se rindiese. Mas Dios tenía dispuesto nuevo prodigio. Porque un día entero pasáronse
los soldados arrojando flechas sin que ninguna diese en el blanco. Por el
contrario, una de ellas clavóse en el ojo del monarca, quien quedó ciego.
La voz de Cristóbal
resonó vibrante.
-Mi fin se aproxima. El
Señor prepara ya mi corona; pero no la recibiré hasta mañana por la mañana.
Hasta entonces no sanarás. Cuando la espada separe mi cabeza de mi cuerpo, unge
tu ojo con mi sangre, mezclada con el polvo, y al punto quedarás sano. Entonces
reconocerás quién te creó y quién te ha curado.
A la mañana siguiente,
la espada del verdugo separa la cabeza del cuerpo de Cristóbal y el rey hace lo
que el mártir le advirtiera. Al punto recobra la visión y, volviendo sus ojos
a la verdadera fe, ordena a todos sus súbditos que adoren a Cristo y proscriban
los dioses falsos.
Y Gualterio de Espira
termina el relato del martirio afirmando que toda la nación siria se apresuró
a cumplir el mandato del rey, más por los milagros de Cristóbal que por la
orden del monarca.
Es San Cristóbal uno
de los catorce santos auxiliadores de la humanidad por su acendrado amor a los
hombres y a quienes los cristianos invocan con especial devoción en todas sus
necesidades espirituales y materiales. Por haber llevado a Cristo sobre sus
hombros, defendiendo al tierno Infante de ser arrastrado por las aguas, la
cristiandad comenzó desde el Medievo a colocar su efigie en el interior de las
catedrales para que su gigantesca figura ahuyentase a los perseguidores de la
Iglesia y defendiese al propio tiempo los tesoros religiosos y artísticos
guardados en el templo.
Los himnos litúrgicos
proclaman desde muy antiguo la excelsa protección del soldado de Cristo a los
caminantes, que no dudan en acogerse a tan excelso patronazgo, y pródiga es
nuestra literatura -desde Gualterio de Espira hasta nuestros más modernos
poetas, García Lorca y Antonio Machado, pasando por Cervantes- en inspirados
cánticos al Patrono de los caminantes. No menos se hizo popular su efigie -siempre colosal y gigantesca, tomando por tema
el de transpotar al Niño a través del torrente- que decora muchísimas catedrales
y vigila los pasos de los automovilistas. Porque los que van sobre ruedas
escogieron por Patrono a San Cristóbal, y cada día cobra mayor auge y
esplendor la fiesta litúrgica y son cada vez más numerosos los que acuden con
sus coches a recibir la bendición del Santo, prenda segura de buenos augurios.
Como muestra de la
tierna devoción de los caminantes a San Cristóbal recogemos la oración del
automovilista, que a diario rezan muchos de los que han de sostener el volante
entre sus manos:
"Dame, Dios mío,
mano firme y mirada vigilante, para que a mi paso no cause daño a nadie. A Ti,
Señor, que das la vida y la conservas, suplico humildemente guardes hoy la mía
en todo instante. Libra, Señor, a quienes me acompañan de todo mal: choque,
enfermedad, incendio o accidente. Enséñame a hacer uso también de mi coche
para remedio de las necesidades ajenas. Haz, en fin, Señor, que no me arrastre
el vértigo de la velocidad, y que, admirando la hermosura de este mundo, logre
seguir y terminar mi camino con toda felicidad. Te lo pido, Señor, por los méritos
e intercesión de San Cristóbal, nuestro Patrono. Amén."
La efigie del coloso
soldado de Cristo, colocada en el automóvil o en el camión, habrá salvado más
de una vez de peligro cierto a quienes le invocan con devoción y fe.
ANTONIO
ORTIZ MUÑOZ