18 de agosto
SANTA ELENA * Emperatriz
No,
no durmió sus sueños de recién nacida entre los encajes de una cuna imperial.
Fue en un pobre cortijo de Deprano, en Nicomedia, donde vio la luz, en el 248 ó
249, aquélla niña, escasa de bienes de fortuna, sobre la que Dios tenía planes
estupendos. Así
nos lo dijo San Ambrosio, que vivió en una época inmediata a la de nuestra
Santa.
Nos
figuramos a Elena en su adolescencia y juventud trabajando en el mesón de su
padre. Atendiendo a todo, trajinando para tener las dependencias limpias y la
comida sabrosa y a punto, obsequiosa con sus huéspedes... Siempre sencilla,
humilde, recatada, sonriente. Era pagana, sí, porque de familia pagana había
nacido, pero sentía en su corazón el vacío de aquellas falsas divinidades.
Hacía
unos años que había unas persecuciones horribles contra los cristianos,
desencadenadas por los propios emperadores de Roma, que los mandaban apresar y
les sometían a tormentos terribilísimos y terminaban por llevarlos al
anfiteatro para echárselos a las fieras. También a muchos los quemaban vivos.
Elena
no terminaba de comprender por qué sus emperadores hacían aquello. ¡Si los
cristianos eran buena gente! Ella trataba con algunas muchachas de su edad que
pertenecían a aquella "secta" y no podía sino decir que eran
excelentes. Tanto que, a veces, comparándolas con sus amigas paganas, había de
reconocer que las superaban en todos los aspectos.
Naturaleza
la suya rica en dones de Dios, poseía físicamente una singular hermosura que
realzaba la espontánea nobleza de su espíritu y esa que llaman
"aristocracia del alma": una inteligencia privilegiada y un gran corazón.
Tenía
ya Elena alrededor de veintitrés años. Todos sus encantos estaban en auge,
como en capullo recién abierto. Cuando la Providencia, "río caudaloso
lleno de posibilidades y de sorpresas", cambió por completo el curso de su
obscura vida.
Ignoramos
dónde y cómo se conocieron Elena y Constancio. Él, general valeroso, de noble
familia, prefecto del Pretorio durante el gobierno de Maximiano, era de carácter
suave, de espíritu exquisito y culto y de salud delicada. La palidez de su
rostro había dado origen a su sobrenombre: Cloro.
La
espléndida y pudorosa hermosura de aquella muchacha se le entró por los ojos
robándole el corazón. Aunque ¿quién dudará que su asombro no tuvo límite
cuando, al tratarla, pudo percibir la nobleza de sus sentimientos?... Y la hizo
su esposa.
No
han faltado autores malintencionados que han hablado de concubinato. Nada de
eso. Tillemont se ha encargado de demostrar plenamente la legitimidad de su
matrimonio. Fruto de él fue su hijo Constantino, futuro emperador de Roma, que
vino al mundo en Naïssus (Dardania) el 27 de febrero del 274.
1º
de marzo de 293. El Imperio romano se había extendido prodigiosamente.
Diocleciano y Maximiano, que, unidos hacía tiempo, lo compartían con el título
de Augustos, decidieron tener cada uno de ellos un César que colaborara en el
gobierno y administración de sus Estados. Diocleciano eligió a Galerio, y
Maximiano a Constancio Cloro.
Una
condición se le impuso al marido de Elena: había de repudiar a su mujer y
casarse con la hijastra de Maximiano, único medio de que existiera el
imprescindible "parentesco" entre los Augustos y sus Césares. Se
separó, pues, de Elena y se unió en matrimonio con Teodora. Prevaleció en él
la ambición de la gloria sobre la gloria del amor.
Y
nuestra Santa ¿qué hizo? Al verse postergada no dejó que se le quebrasen las
alas del alma. Las plegó hacia dentro, y serena, tranquila y solitaria se
refugió en el reino de su corazón. Allí le dolía menos su abandono. Es que,
sin ella sospecharlo, la acompañaba Dios.
Más
le costaba la ausencia de su hijo. Intuyendo Diocleciano en el muchacho
excepcionales dotes de guerrero y organizador, quiso prepararlo por sí mismo
con vistas al futuro, y hacía tiempo que lo tenía en su palacio. Años
fecundos éstos que pasó junto al emperador. Dejaron en el adolescente una
impresión indeleble, ya que, al estallar furiosa y demoledora "la gran
persecución" contra los cristianos, pudo personalmente comprobar de qué
era capaz una fe religiosa profundamente sentida.
25
de julio del 306. En este día muere Constancio Cloro. Su hijo, que le
acompañó en sus últimos momentos, ya no sueña más que con llevarse a su
madre a vivir con él. Está orgulloso de ella y quiere compartir su misma vida
para sentir siempre el beneficio de su influencia.
¿Era
Elena cristiana ya entonces? ¿Desde cuándo? No se sabe exactamente. La mayoría
de los autores coinciden en afirmar que no lo fue hasta después de la aparición
de la cruz en el Cielo, durante la batalla de Saxa Rubra. Recordemos brevemente
el suceso copiando a Eusebio de Cesarea, que dice haberlo oído de labios del
emperador.
"Era
en las horas posmeridianas, cuando el sol declina ya; Constantino vio en el
cielo, con sus propios ojos, un trofeo de cruz compuesto de luz, superpuesto al
sol, y adherida al mismo una escritura que decía: "Con este signo vencerás".
Él, juntamente con todo el ejército que le sigue, se sienten presa de estupor.
Constantino no comprende el significado de la aparición y pensándolo
largamente llega la noche. Pero, mientras duerme, le aparece el Cristo de Dios,
juntamente con el signo visto en el cielo, y le manda que haga una imitación
del signo y se sirva de él como de salvaguarda en las refriegas con los
enemigos."
Efectivamente,
fabricado el "lábaro" según el signo aparecido, se lanza a la
batalla y termina con aquella aplastante victoria, "que decidió los
destinos del mundo y de la cristiandad".
A
los pocos días era Constantino dueño de Roma y entraba en la Ciudad Eterna
como único emperador. Era el 28 de octubre del 312. Desde entonces, en sus
ideas y en su corazón, puede decirse que es cristiano. No obstante, plenamente,
no llegó a realizarlo hasta los últimos momentos de su vida en que recibió el
bautismo.
No
obró así su madre. El sol de la cruz que alumbró el cielo de Roma iluminó y
caldeó el corazón de Elena haciéndole sentir la sublimidad de la religión
cristiana y se abrazó con ella. El bautismo abrió en su alma una fuente de
piedad viva, consciente, activa.
Ya
está restablecida la unidad imperial. Reconocido Constantino soberano del orbe,
considera a su madre la soberana. Le da el título de Augusta, manda acuñar
monedas con su efigie y, mostrándole una ilimitada confianza, deja a su plena
disposición el tesoro del Estado. Mas, elevada a la cúspide de las grandezas
humanas, Elena no se envanece. Vive sin fausto ni lujosas ostentaciones, y, según
afirma San Gregorio, "su encantadora modestia enardece de entusiasmo a los
romanos".
Al
ser enriquecidas por la gracia sus espléndidas cualidades personales despliega
todo su poder en favor de su hijo. Y es entonces cuando se percibe el valor de
su influencia al transmitirle, con su cariño, todos los tesoros de bondad y
prudencia que su alma acumula. El Dante decía de Beatriz: "Ella miraba
hacia arriba y yo miraba en ella". Algo así podemos creer de Elena y
Constantino. Léase, si no, el famoso Edicto de Milán y todos los que le
siguieron, hasta su prohibición del culto de los dioses lares, en el 321, y
"toda la lluvia de beneficios morales y materiales que el gobierno de
Constantino hizo caer sobre la Iglesia y que no son del todo legendarios".
Entramos
en el año 326. Elena siente el declinar de su vida. Desde que el emperador ha
trasladado su sede a la antigua Bizancio, la "nueva Roma", allí vive
ahora su madre, en aquella ágora que él, en su honor, ha adornado
prodigiosamente de pórticos y estatuas. Cerca tiene la iglesia de Santa Irene,
también restaurada y embellecida por su hijo. En la placidez de los
atardeceres, acompañada de alguna de aquellas esclavas a las que la emperatriz
trata como a hijas de su corazón, entra en la iglesia y en ella permanece largo
rato dando expansión a su piedad. Considerando la magnificencia de aquella
ciudad que ha hecho resurgir Constantino a orillas del Bósforo, se le enardecen
los deseos de hacer algo semejante en los lugares que, en Palestina, santificó
Jesucristo con su presencia.
Contaba
a la sazón setenta y siete años, y los viajes en el siglo IV no se hacían con
la rapidísima comodidad que los hacemos en la vigésima centuria. Eran, por el
contrario, de una lentitud y solemnidad abrumadoras. Pero nada hay difícil para
un grande amor.
Partió,
pues. Su viaje, realizado con ese despliegue de lujo que pedía su rango en
aquella época, dejó tras de sí imborrable estela de maravillas. Llamaba
sobremanera la atención la persona de la emperatriz. Anciana, conservando aún
los rasgos de su extraordinaria belleza, parecía no darse cuenta de la admiración
que despertaba a su paso. En cambio, con una humildad que sobrecogía el ánimo
de todos, se colocaba en las asambleas de los fieles en cualquier punto
designado para las mujeres, mezclándose con las de más baja condición. Se
hospedaba en conventos de monjas y hacía vida común con ellas, ocupando su
tiempo en remediar toda clase de necesidades y estudiando las Sagradas
Escrituras. Cuanto más se adentraba en la religión cristiana, mayor era el
entusiasmo y la admiración que por ella sentía. Pero nada le produjo una
impresión tan reverente como el ver a aquellas doncellas cristianas que,
renunciando a los halagos del mundo, consagraban a Cristo su virginidad.
Leyenda
o historia, no hay nadie que, al escribir la semblanza de esta ilustre mujer,
silencie el caso maravilloso de la invención de la Santa Cruz.
Parece
que la mayor disconformidad existente en este punto entre los historiadores es
debida al silencio que del viaje de Elena hace Eusebio de Cesarea en su Vida
de Constantino el Grande, a quien -acaso por adulación- atribuye todas
las construcciones y reconstrucciones que se hicieron en Palestina aquellos años.
Así
lo juzga Tillemont al comprobar que los Santos Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de
Nola y Sulpicio Severo, aunque difieren en alguna pequeña circunstancia, todos
atribuyen a Santa Elena el descubrimiento de la Vera Cruz. Por otra parte, el
misal que a diario usamos, al comentar esta fiesta el 3 de mayo, se lo asigna
también a nuestra Santa. ¿Por que habríamos de silenciarlo aquí?
Mientras
la piadosa emperatriz proyectó su viaje a Palestina un deseo vehemente enardecía
su corazón: ver, tocar, venerar el sagrado leño del que estuvo colgado el
Salvador del mundo. A su llegada a Jerusalén ahí se enderezan todas sus
investigaciones. Mas sin éxito alguno entre los cristianos. Entonces se dirige
a los judíos. Y es uno, llamado Judas, quien -señalándole el sitio exacto
donde se encuentra-, le pone en antecedentes de una tradición conservada
entre ellos: "hacía muchos años que, por despojar los judíos a la devoción
cristiana del precioso símbolo de la cruz, la habían echado, con las de los
dos ladrones, a un pozo que después colmaron de tierra y piedras para que se
pudriera la madera".
Comienzan
las excavaciones. Y, después de dos días de ansiosa expectación, aparecen las
tres cruces. Pero ¿cuál de las tres sería la de nuestro divino Salvador? El
santo obispo Macario acompaña a la emperatriz, y, por una inspiración súbita,
recurre a una prueba decisiva: Había en aquel lugar una enferma en estado agónico.
Se dirigen procesionalmente a su casa llevando las tres cruces y, cantando
durante el trayecto todos los asistentes himnos sagrados, imploran la ayuda del
cielo.
Sacan
a la enferma fuera en una parihuela. Y, en medio del silencio más
impresionante, se acerca el obispo, ayudado por la emperatriz, y toca suavemente
la cabeza de la moribunda con una de las cruces. Ni al contacto de la primera ni
al de la segunda muestra aquella pobre mujer ninguna reacción. Sus ojos
cerrados y su rostro exánime dan la impresión de que ya es cadáver. Mas, al
posar sobre ella la tercera cruz, se incorpora, abre los ojos llenos de luz y de
vida, y, cruzando las manos en el aire, exclama con exultación: "¡Dios mío,
estoy curada!".
La
alegría que rezuma el alma de Elena en aquellos momentos hay que intuirla; no
se puede describir.
Después
de dar satisfacción cumplida a su piedad dispone que la Santa Cruz se divida en
tres trozos. Uno lo entrega al obispo Macario para la veneración de los fieles
en la iglesia de Jerusalén. El segundo lo envía a la iglesia de
Constantinopla, y el tercero a Roma, a la basílica mandada levantar por ella
unos años antes y que más tarde se llamó de "Santa Cruz de Jerusalén".
Llegamos
al 329. Santa Elena, cumplidos ya los deseos más ardientes de su corazón,
siente en su cuerpo el peso de los años y en su alma ansias de eternidad. Y al
bendecir al Señor, llena de reconocimiento, sus labios repiten con el anciano
Simeón: Nunc dimittis ancillam tuam
Domine.
Regresa
junto a su hijo, y al poco tiempo muere en sus brazos. Se desconocen la fecha y
el lugar de su partida de este mundo. Consta, sin embargo, que no fue en Roma,
ya que Constantino hizo trasladar allí sus restos con la máxima solemnidad.
Hoy, en la iglesia de Ara Caeli, de la Ciudad Eterna, existe una capilla
dedicada a Santa Elena. En ella se venera la cabeza y algunos huesos de la santa
emperatriz.
No
hizo Santa Elena, que sepamos, milagros en vida, y aun ignoramos si después de
su muerte. Pero supo hacer el "milagro" de esgrimir con la misma
gentileza una escoba en la hostería de su padre que el cetro del mundo en la
corte de su hijo, y de dar un brinco gigante desde las tinieblas del paganismo
hasta los esplendores de la santidad.
MARÍA
ENGRACIA IBÁÑEZ, O. D. N.