1 de Junio
SAN IÑIGO,
Abad
SAN IÑIGO,
Abad
San Iñigo, decoroso ornamento de la Orden de San
Benito, nació en Calatayud, ciudad antiquísima y muy noble de la corona de
Aragón. Sus padres fueron mozárabes, esto es, cristianos mezclados con los
árabes, los cuales dieron a Iñigo una educación conforme a las piadosas
máximas del Evangelio. Llegado el ilustre joven a edad competente, dejó su
patria, sus padres y sus cuantiosos bienes, y se retiró a los montes Pirineos,
donde pasó algún tiempo en la contemplación de las grandezas divinas; mas
llegando a su noticia la santidad de los monjes que vivían en el célebre
monasterio de san Juan de la Peña, establecido en lo alto de las montañas de
Jaca, resolvió abrazar la regla de san Benito. Hecha ya su solemne profesión,
cuando era amado y venerado de todos los monjes por sus eminentes virtudes,
alcanzó licencia del esclarecido abad, llamado Paterno, para retirarse a un
espantoso desierto de las montañas de Aragón, donde resucitó con sus
austeridades las imágenes de penitencia que se leen de los solitarios de la
Tebaida, de la Nitria y de la Siria; y donde atraía a gran número de gentes que
aprovechaban sus saludables instrucciones. Mas habiendo fallecido por este
tiempo el primer abad del monasterio de Oña, llamado García, y deseando el rey
Sancho nombrar un digno sucesor del difunto, envió tres veces embajadores al
santo para que aceptase aquel cargo y aun pasó el mismo rey personalmente al
desierto y logró al fin rendirle y traerlo consigo a aquel monasterio. En su
gobierno practicó con gran eminencia todas las virtudes del más perfecto
prelado, a los pobres oprimidos pagaba sus créditos, buscábales para
mantenerlos y vestirlos, libró a muchos presos de las cárceles, redimió
cautivos y obró esclarecidos milagros. Cuando le acometió su última enfermedad
en un pueblo llamado Solduengo y tomó al anochecer el camino para Oña a fin de
consolar a sus hijos, se le aparecieron dos ángeles en figura de dos
hermosísimos niños vestidos de blanco con sus hachas encendidas, los cuales le
acompañaron hasta el monasterio. En la hora de su muerte se llenó el ámbito de
su celda de un resplandor celestial y se oyó una voz que dijo: Ven, alma dichosa, a gozar de la
bienaventuranza de tu Señor. Celebráronse con gran pompa sus
funerales, y no sólo los cristianos, sino también los judíos y los moros
concurrieron a sus exequias y rasgaron sus vestiduras con grandes muestras de
sentimiento.
REFLEXIÓN
El abad Juan, sucesor del santo, decía de
él en su oración fúnebre estas palabras: "Hemos visto, hermanos, llenos de
espiritual consuelo, y entre lágrimas y sollozos como ha sido arrebatado el
justo de esta vida.. No habrá lugar tan remoto en el mundo, al que no haya conmovido el tránsito de nuestro santísimo padre Iñigo, ni sitio tan ajeno de
religión cristiana, donde no se llore su muerte. Llora la Iglesia de haber
perdido tal sacerdote, pero se alegra el paraíso habiendo recibido tan gran
santo: lloran los pueblos, pero se alegran los ángeles, gimen las provincias,
pero triunfan los coros celestiales en la recepción de aquel varón santísimo,
que deseaba diariamente volar a ella cuando decía: ¡Cuán amables son, Señor
Dios de las virtudes, tus tabernáculos! (Ps. 83). ¡Ojalá que nuestra muerte sea también la
muerte de los justos, llorada de los buenos y celebrada de los ángeles! ¡Oh,
cuán prudentes y dignos de toda alabanza son los hombres que considerando como
negocio principal del hombre el negocio de la virtud, emplean su vida en obrar
el bien y edificar a sus semejantes!
ORACIÓN
Háganos: Señor, agradables a ti,
como te lo pedimos, la intercesión de san Iñigo abad, para que por su
patrocinio alcancemos lo que no podemos esperar de nuestros propios méritos.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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