15 de junio
La situación, en la pobrísima casita en
que Santa María Micaela había acogido a un grupo de desgraciadas
muchachas, era humanamente desesperada. Todas estaban enfermas, por
haberse contagiado con la gripe. La fundadora, en un arranque de
sobrehumana fortaleza, atendía, ayudada en ocasiones por los propios
médicos que se sentían sobrecogidos ante tamaña grandeza, a las
enfermas. Por otra parte, el dinero faltaba de manera angustiosa, y por
si fuera poco, cuando la situación era más negra, uno de los mayores
acreedores de la casa se había presentado a reclamar airadamente su
dinero, y había amenazado con el embargo.
Entonces se veían aparecer a la puerta
de la casa, y detenerse un momento, los coches señalados con el escudo
de las más nobles casas de Madrid. Desde dentro, sin bajar, preguntaban
sus ocupantes al portero:
-¿Vive
la Superiora?
-Sí,
señor. Vive aún.
-Pues
dígale usted de mi parte que como ella se ha querido todo esto, y lo
hace por su gusto, que lo sufra.
No
es más que una anécdota. Pero como ésta, podrían contarse a
centenares. El estampido que en la buena sociedad madrileña causó la
decisión de Micaela Desmasiéres López de Dicastillo y Olmedo,
vizcondesa de Jorbalán, de ponerse al servicio de las pobres mujeres caídas
y consagrarse a la tarea de redimirlas, era tal que, usando frase
ignaciana, podríamos decir que "el mundo no tenía oídos para
escucharlo". Su familia, horrorizada, deja de tratarla; sus
antiguas amistades, le vuelven la cara. Personas que le debían favores,
le niegan la más mínima ayuda, porque aquello no tiene ni pies ni
cabeza y se va a deshacer de un momento a otro. Por encima de todo esto,
Micaela del Santísimo Sacramento se mantiene firme con una grandeza de
ánimo, con un espíritu de fe tan colosal, que su figura, nos atrevemos
a afirmarlo rotundamente, es una de las más colosales de todo el
santoral cristiano.
En
la flor de la edad, a sus cuarenta y tres años, muere inesperadamente
el padre, teniendo Micaela que interrumpir la educación que venía
recibiendo en las ursulinas de Pau. Poco después es su hermano Luis el
que en un accidente, una caída de caballo, muere en Toulouse. Su
hermana Engracia, a la que una niñera imprudente llevó a presenciar la
ejecución de un reo, empieza a dar muestras de perturbación mental, y
termina trastornándose por completo. Su hermana Manuela, que sobreviviría
a tantas desgracias, hubo de marchar al destierro, a causa de las ideas
legitimistas de su esposo.
En
medio de todas estas tribulaciones, María Micaela recibe una educación
excepcional. Se le enseña no sólo lo que es costumbre que aprendan las
señoritas de buena sociedad en aquel tiempo, sino otras muchas cosas
que le han de ser excepcionalmente útiles en su futura vida de
fundadora. Aprende también a familiarizarse con el dolor y la humillación.
Después de tres años de limpio noviazgo, pues ella "no entendía
muy bien de bodas", con un joven piadosísimo, hijo de los
marqueses de Villadarias, cuando iba a celebrarse la boda se rompe el
compromiso por cuestiones de intereses. El paso humilla a Micaela y la
lanza por vez primera a la maledicencia madrileña. Ella, en sus
memorias, maravilloso documento de espontáneo y naturalísimo estilo,
resumirá aquel noviazgo diciendo que "todo era tomarnos cuenta de
los rezos... y quién hacía más oración".
Pero
esta extraña escuela del noviazgo, para una fundadora, se va a hacer más
extraña aún cuando, muerta su madre, María Micaela acompañe a su
hermano primero a París y después a Bruselas. Durante su estancia en
estas dos capitales europeas, Micaela se verá obligada a hacer una vida
verdaderamente extraña. La dirección de un santo jesuita, el padre
Carasa, a quien su madre la ha dejado encomendada, le servirá de
seguridad en dificilísimos trances. El hecho es que ha de madrugar muchísimo
para hacer su oración y recibir la comunión, que toda su vida fue
cotidiana. Que ha de aprovechar la mañana para sus obras de caridad.
Pero que luego ha de sentarse a la mesa, acompañando a sus hermanos, y
con frecuencia invitados del cuerpo diplomático, ha de salir de paseo a
caballo y ha de pasar la noche entre teatros, tertulias y bailes. Nadie
podía sospechar que al dolor intensísimo que le causaba su enfermizo
estómago (tuvo diagnosticado el cáncer por mucho tiempo) añadía ella
la aspereza de un cilicio. Ni podían sospechar tampoco, quienes la veían
en la platea, que los anteojos que ella llevaba estaban dispuestos de
tal manera que, aun mirando fijamente al escenario, nada se alcanzara a
ver.
Su
vida en París y en Bruselas fue una siembra ininterrumpida de
maravillosa caridad. Pobres, enfermos, necesitados, iglesias
desmanteladas..., por doquiera hubiese una necesidad, encontraban
inmediato remedio en la espléndida vizcondesa. Un anecdotario copiosísimo
y edificante nos demuestra la extraordinaria capacidad, hasta humana, de
una mujer que sin desatender en lo más mínimo a sus obligaciones (se
obligó con voto a obedecer a su cuñada), desplegaba una pasmosa
actividad al servicio del prójimo.
Un
episodio extraño nos va a dar la medida de su extraordinaria figura.
Volviendo hacia España, quiso su cuñada detenerse una temporada en
Burdeos. También allí se significó María Micaela por su
ejemplaridad. Un día reciben una extraña invitación: el cónsul de
España les ruega que vayan a tomar el té a su casa. Ellas oponen
algunos reparos, y el cónsul les explica que es el señor arzobispo
quien se lo ha pedido porque quiere hablar con Micaela, y no le parece
oportuno ni discreto acudir al hotel en que se hospedan. Dicho y hecho:
se reúnen, comienzan a conversar y el arzobispo pide a Micaela... algo
verdaderamente inaudito para una muchacha seglar.
María
Micaela venía oyendo la misa que celebraba un canónigo español en la
iglesia de unas religiosas, sin caer en cuenta de la situación en que
se encontraban. El arzobispo le abrió los ojos: contagiadas por el
jansenismo, las religiosas estaban en franca rebeldía contra él, y ésta
era la razón de que allí no se celebrara misa. Pedía a Micaela que
interviniera para que aquella situación cesase. Y Micaela intervino.
Ella nos ha contado lo que sucedió, que llega a lindar con lo increíble.
Recibida con frialdad, se gana primero el ánimo de la superiora, habla
después a toda la comunidad reunida, entrando para ello en clausura,
llega a convencerlas de que acepten hacer unos ejercicios espirituales,
preside la comunión final, con su traje seglar, en medio del coro, en
lugar de la superiora, convence a un pequeño grupo que aún se resistía,
y marcha de Burdeos dejando a las religiosas enteramente reconciliadas
con Dios, y despidiéndola con lágrimas.
El
encuentro más decisivo de su existencia iba a tener lugar en forma
inesperada y claramente providencial. El padre Carasa le había
encomendado, al quedar sola en Madrid, que alternara con una señora de
la que Micaela, extraordinariamente parca en alabanzas, nos dice que
"era santa": María Ignacia Rico de Grande. Esa señora la
llevó un día al hospital de San Juan de Dios, donde, según nos dice
Micaela, "sufre el olfato, la vista, el tacto, los oídos".
"Todo tiene allí su especial mortificación y es un jardín de
muchas virtudes que practicar". En efecto, al hospital se acogían
las pobres mujeres de la calle, al caer enfermas de sus más repugnantes
enfermedades. Micaela nada sabía ni de la existencia de tales mujeres,
ni mucho menos del trato vil que la sociedad culpable les daba después
de haberlas corrompido.
Aquella
visita fue para ella una revelación. Y cuando vio la situación, no sólo
del hospital, sino, lo que era muchísimo más trágico, la que les
esperaba a la salida del mismo, no pudo menos de pensar que había que
hacer algo. En este o aquel caso concreto las dos amigas consiguieron
hallar un remedio. Pero hacía falta más: una casa en la que poder
acoger a aquellas pobres mujeres, prevenir en lo posible las caídas,
remediarlas cuando ya habían ocurrido.
Y
así se hizo. En una insignificante casita inició María Micaela su
maravillosa obra de caridad. La Comisaría de Cruzada le ofreció alguna
ayuda. Se formó una junta y se preparó un sencillísimo reglamento.
Pero claramente se veía que aquello no podía seguir en manos
mercenarias, y que únicamente quien lo hiciera por Dios podría
soportar las dificultades, las humillaciones, los desprecios que el
trato con aquellas mujeres aparejaba.
Se
produjo entonces uno de los episodios más dolorosos de su vida: se
hicieron cargo de la casa unas religiosas francesas. Pero,
desgraciadamente, pronto se vio que no habían sido leales ni en los
ofrecimientos, ni en las obligaciones que habían asumido. Contra lo que
habían afirmado, no tenían práctica ninguna de aquella clase de
apostolado. Por otra parte. en la vida económica de la casa había
muchos aspectos obscuros, obedeciendo, al parecer, a compromisos con la
casa central. Lo cierto es que la situación se hizo insostenible;
Micaela, apoyada por la autoridad eclesiástica que le daba plena razón,
hubo de recurrir a medios extremos, y mientras, en medio de un griterío
espantoso, con la casa rodeada por la fuerza pública, salían las
religiosas, Micaela se hacía cargo de nuevo de las muchachas allí
acogidas.
Con
sobrecogedora grandeza de ánimo hizo frente a la situación. Pensando
seriamente las cosas vio que Dios la llamaba a aquella tarea. Dejó su
casa, se quedó a vivir con ellas, e inició ya de lleno su espléndido
apostolado.
Y
empieza una vida en la que, sin paradoja alguna, sino con toda verdad,
se puede decir que lo sobrenatural es enteramente natural. No hay una
peseta en casa, y ni siquiera carbón para encender la lumbre. A media
mañana llega un religioso filipino, visita el colegio, y, entusiasmado,
regala tres onzas de oro. La comida de aquel día es espléndida, y las
colegialas piensan que el encender tan tarde la cocina ha sido... una
broma de la superiora.
Cuando
la calumnia llega hasta el mismo arzobispo de Toledo, se presenta el
cura de la parroquia para quitar el Santísimo de la casa. Micaela pide
al Señor que no consienta en irse, y el ánimo del cura cambia por
completo después de estar un rato de rodillas. Emocionado, se ofrece
para todo lo que haga falta.
En
una época de su vida un confesor duro de carácter, el padre Labarta,
querrá poner coto a tantas maravillas, y le prohibirá hacer uso de lo
que Dios Nuestro Señor a cada paso le revelaba. Imprudente medida que
ocasiona conflictos curiosísimos. "Va a haber fuego en el
altar", avisa el Señor. Y la Santa no puede hacer nada que no sea
disponer con disimulo un poco de agua a mano. "Te van a
envenenar", y ella, ante la prohibición del confesor, se ve
obligada a empezar a tomar la taza que contenía el arsénico, hasta
que, ante lo repugnante del gusto, piensa que también sin revelación
habría dejado aquello, y lo deja. Pero la obediencia le costará una
enfermedad gravísima, y quedar al borde de la muerte. Felizmente no
todos los confesores eran como el padre Labarta, y la figura celestial
de San
Antonio María Claret vendría en su auxilio y le ayudaría
maravillosamente en los últimos años de su vida.
No
hay palabras para explicar el grandioso heroísmo de la caridad de la
Santa. Tenía un carácter fuerte, por otra parte, verdaderamente
necesario si había de sacar adelante una fundación en la que se
encontraban unánimes a la hora de rechazarla todos, los buenos y los
malos.
Tuvo
la persecución de los malos. Era lógico. Con el puñal, con el veneno,
con el incendio, con la calumnia, con el pasquín, con el periódico...,
con todos los medios. Repetimos que era lógico. Hombres poderosos, que
se veían privados por el bienhechor influjo de la Santa de las mujeres
de quienes habían hecho objeto de su pasión, no dejaban piedra por
mover a la hora de perseguirla. Temporadas enteras hubo de dormir
vestida, pensando que de un momento a otro se vería asaltada la casa.
Su valor fue, sin embargo, tan extraordinario que consta de alguna ocasión
en que llegó a presentarse, sola e indefensa, en una casa pública, a
trueque de arrebatar de allí una pobre mujer a la que retenían contra
su voluntad, escena esta inmortalizada por Tomás Borrás.
Pero
acaso le tuvo que doler muchísimo más, y sin acaso, la persecución de
los buenos. Un día es su mismo confesor, el padre Carasa, que, dando oídos
a una hipócrita, se muestra duro y desdeñoso con ella y se niega a
atenderla. Otro día, un crédulo arzobispo, que organiza una inaudita
escena, en la que insulta y rebaja hasta lo increíble a la Santa. Otra,
su propio Ordinario que, dando oídos a las habladurías, intenta
retirar el Santísimo Sacramento de la Casa. Ocasión hubo en que ella
misma confesó tener enfrente prácticamente a todo el clero de Madrid.
Fue
calumniada aun en las mismas cosas en que ni siquiera apariencia pudo
haber de nada malo. Así, sus relaciones con Isabel II. Se obligó con
voto a no pedir jamás a la reina absolutamente nada, ni para sí ni
para los demás. Rehusó sistemáticamente hablar con ella de cosas que
no fueran de Dios. Y a pesar de todo, se vio acusada de formar parte de
la camarilla, de influir en la política, de fomentar aquellas
relaciones, aceptadas por ella exclusivamente por obediencia y con una
repugnancia grandísima.
Pero
lo más maravilloso es y será siempre su trato con las pobres mujeres.
El dominio de su naturaleza, en el cuidado de las llagas más
purulentas, en la aceptación de los insultos más procaces, en la
constancia y en la humillación, sobrepasa lo que puede explicarse. La
pluma no encuentra palabras para ponderar la caridad admirable
ejercitada por la Santa a lo largo de su vida. Pero cuando recogemos los
testimonios de quienes presenciaron aquellas escenas, los ojos se nos
llenan de lágrimas. Parece imposible, e imposible sería sin la acción
de la divina gracia, que una mujer de alcurnia sirva en los más viles
menesteres a tan pobres desgraciadas. Que acepte, sin una vacilación,
el constante peligro del contagio. Que salga a recoger, por las calles
de Madrid, el insulto y la befa para pedir una limosna. Alhajas
vinculadas al recuerdo de su madre, recibidas de la familia real,
cargadas de historia de España, pasaban a las sórdidas manos de los
prestamistas, a un precio irrisorio..., porque las colegialas tenían
que comer y no había en todo Madrid quien quisiera dar a Micaela una
sola peseta.
"En
1850 me vine al colegio, a dirigirlo yo misma, pero me parecía que no
había de poder hacer el gran sacrificio que me proponía. ¡Me hallaba
tan sola..., tan triste..., tan despreciada de todos!"
Sola,
triste y despreciada. ¡Qué tres adjetivos! Humanamente era imposible
pensar que alguien quisiera compartir con ella aquella vida. Pero cuando
las obras son de Dios se hace posible lo imposible, pues Él nos dijo
que había venido a confundir la sabiduría de este mundo con la locura
que El traía del cielo. En efecto, con vacilaciones, con deserciones
dolorosísimas, pero con seguridad absoluta, el minúsculo grupo de
personas que le ayudaban se fue ensanchando más y más y, quien nunca
pensó en ser fundadora, se encontró un buen día al frente de una
naciente congregación religiosa: las Adoratrices del Santísimo
Sacramento y de la Caridad.
Durante
mucho tiempo estuvieron viviendo sin regla escrita ni normas, pero con
una observancia tal y un fervor tan grande que se traslucía al exterior
y atraía las vocaciones. El 6 de enero de 1859, festividad de los
Santos Reyes, hicieron los votos simples Micaela y sus siete primeras
compañeras. El 15 de junio de 1860 emitió Micaela sus votos perpetuos.
Poco a poco se fueron ordenando todas las cosas y se inició la expansión
del instituto. Primero, a Zaragoza. Después a otras muchas poblaciones
españolas que las llamaban con interés: Valencia, Barcelona, Burgos,
etcétera.
También
en estas fundaciones le esperaban episodios parecidos a los de Madrid.
Hubo defecciones dolorosísimas, como la de la superiora de Valencia. Y
embrollos humanamente insolubles. En cierta ocasión escribía a sus
hijas de Madrid desde Zaragoza: "Dudo yo que haya superiora ni más
acusada, ni más calumniada, ni más reconvenida. ¡Te aseguro que
desmenuzan mis acciones!".
Pero
entre tantas dificultades el instituto se había consolidado y la madre
Sacramento podía entonar el Nunc
dimittis. Por tres veces, en 1834, 1854 y 1855, había hecho frente
a las epidemias, que la habían respetado.
Ahora,
en 1865, el cólera había estallado en Valencia. Ella sabía que le
esperaba la muerte, y mil indicios lo demostraron: su empeño en
recorrer todas las casas, lo solemne y triste de las despedidas, el
estilo de algunas cartas... y otros mil indicios no dejaban lugar a
dudas. Y, en efecto, ella marchó serenamente hacia la muerte.
La
casa de Valencia estaba en necesidad extrema. Pero al ver llegar a la
madre todas se alegraron inmensamente. Una pena, sin embargo, le
esperaba: una de las chicas del colegio acababa de cometer un sacrilegio
cuando ella llegó. Deshecha en llanto, se postraba en la tribuna de la
capilla exclamando:
-¿Cómo,
Señor, has podido consentir tamaña ofensa en tu casa? De haber
previsto tanta infamia, ¿hubiera abierto yo jamás el colegio?
Pronto
se presentó la enfermedad. "Es la última", dijo a su
confesor con entera seguridad. La última, y la más dolorosa. Calambres
casi continuos, acompañados de dolores agudísimos. El médico
declaraba, asombrado, que nunca había visto sufrir tanto con tan
extraordinario ánimo. Por fin, suavemente, abrió sus ojos, los elevó
hacia el cielo y murió. Eran las doce menos siete minutos del 24 de
agosto de 1865.
A
las cinco de la tarde del día siguiente, sin ningún aparato, fue
depositada en el nicho número 2143 del cementerio de San Martín. Harto
fue conseguir que no la enterraran en la fosa común, como a las demás
víctimas de la epidemia. Veintiséis años más tarde el cuerpo fue
llevado a la casa de la congregación en Valencia.
La
heroicidad de sus virtudes fue proclamada en 1922. Su beatificación
tuvo lugar en 1925 y su canonización en 1934.
LAMBERTO
DE ECHEVERRÍA
(*) Año Cristiano,
Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.