7 de julio
SAN FERMÍN 
         
Obispo y Mártir  | 
    
Pamplona era entonces Pompelon, una pequeña aglomeración urbana fundada por los romanos, presidiendo en el centro de la tierra navarra, sobre una pequeña meseta a las orillas del Arga, una llanura rodeada de montañas. Los vascos habitantes de esta llanura conocían esa población romana con el nombre de Iruña, es decir, la ciudad. Según Estrabón: "Sobre la Jaccetania, hacia el Norte, habitan los vascones, en cuyo territorio se halla Pompelon
   Pompelon, producto humano lógico,
        tenía para los romanos un valor estratégico, pero asimismo realizaba
        otra importante misión: reunía las ásperas montañas pirenaicas, tras
        las cuales se extendían los ubérrimos campos de Aquitania, con la
        comarca de las riberas colindantes con el Ebro. Pompelon era un punto de
        confluencia en el trazado de las vías romanas que atravesaban Navarra.
        
   Aún no había cristianos en
        el país. Los más antiguos cuentos del folklore vasco, unos cuentos de
        contextura esquemática que resuenan todavía desde un fondo de siglos,
        establecen la separación de dos mundos radicalmente distintos: el mundo
        cristiano y el mundo anterior a la evangelización del país. Hay en
        algunos de esos seculares cuentos, procedentes casi todos de una edad
        pastoril, alusiones claras a las primeras iglesuelas cristianas y al
        conjunto de prevenciones y de resistencias que su emplazamiento exaltaba
        entre los gentiles. El vasco introdujo en su milenario idioma el
        adjetivo "gentil" (jentillak,
        los gentiles), expresando así el mundo idolátrico de sus antepasados,
        desconocedores del cristianismo o refractarios a su introducción.
   Todos los habitantes de la
        tierra vasca eran entonces gentiles, lo mismo, que fuesen pastores en el
        campo que los avecindados en las aglomeraciones urbanas. Pompelon y sus
        habitantes pertenecían al mundo del paganismo. Entre esos habitantes se
        contaba Firmo, alto funcionario de la administración romana en la
        ciudad, y su esposa Eugenia, matrona de ilustre ascendencia. Todo hace
        imaginar, sin embargo, que Firmo y Eugenia, aunque paganos, eran
        creyentes, que sus almas sentían aspiraciones mucho más allá de sus
        efigies tutelares predilectas. Firmo y Eugenia ofrendaban, sacrificaban
        en los altares de su culto con la sencilla fe del pueblo que creía en
        sus dioses con una pasión que durante casi medio milenio hizo frente al
        cristianismo, que avanzaba con fuerza arrolladora. En la fe pagana del
        pueblo había ardor y había vitalidad. Esto explica los mártires.
        
   En la vida de Fermín, el
        hijo de Firmo y Eugenia, nos movemos en un mundo de conjeturas, pero la
        mención del nombre de la madre evoca la gran receptibilidad de las
        mujeres paganas a la nueva doctrina destinada a toda la humanidad, sin
        excluir de la esperanza a los más humildes y despreciados, y que traía
        un positivo consuelo a los desesperados y a los vacilantes.
        
   Las viejas hagiografías
        describen a Firmo y Eugenia dirigiéndose al templo de Júpiter para
        ofrecer sacrificios, y detenidos en el camino a la vista de un
        extranjero que con dulce y grave palabra explicaba al pueblo la figura y
        la doctrina de Cristo. Al llegar aquí hay que imaginarse el amoroso
        ardor de aquellos humildes y eficaces apóstoles, mucho más cercanos
        que nosotros en el tiempo a la figura de Jesús.
        
   Firmo y Eugenia invitaron a
        su hogar al extranjero, hondamente impresionados por el discurso de éste.
        Honesto, que así se llamaba el apóstol, explicó a aquellos los
        fundamentos de la religión cristiana, y cómo venía de Tolosa de
        Francia, de donde le había enviado el santo obispo Saturnino, discípulo
        de los apóstoles, con la concreta misión de difundir en Pompelon la fe
        de Jesucristo. Las convincentes palabras de Honesto en la intimidad del
        hogar de Firmo conmovieron todavía más a éste, que no solamente dio a
        aquél esperanzas de convertirse al cristianismo, sino que, además,
        manifestó deseos de conocer a Saturnino.
        
   El santo obispo de Tolosa no
        tardó mucho en acceder a los deseos de Firmo. Una cosa es la gran
        devoción de Pamplona y Navarra a San Saturnino, pero tiene sobre todo
        importancia ese recio resumen de su obra apostólica que acostumbran añadir
        los navarros a la mención del mártir y que vale por la mejor biografía:
        
   "San Saturnino, el que
        nos trajo la fe".
        
   Cuentan que Saturnino
        evangelizó en Navarra más de cuarenta mil paganos, entre ellos a
        Firmo, Fausto y Fortunato, los tres primeros magistrados de Pompelon, y
        que, a impulsos de aquella ardorosa predicación, se construyó rápidamente
        la primera iglesia cristiana, que pronto resultó insuficiente.
        
   Todos estos preliminares, un
        poco largos, resultan necesarios para explicar la figura de Fermín, el
        hijo de Firmo y Eugenia, niño de diez años de edad, que Honorato se
        encargó de modelar en el espíritu al quedar a la cabeza de la grey de
        Pompelon, vuelto ya Saturnino a Tolosa. La historia de Fermín, a esa
        grande e imprecisa distancia histórica, resulta demasiado lineal, pero
        no por eso menos reveladora del ardor de aquellos heroicos confesores de
        Jesucristo, íntimamente comprometidos a confesarla dondequiera y en
        cualquier situación que fuese. Honesto, dedicando con afán sus
        esfuerzos al alma que él adivinó excepcional del niño Fermín, obtuvo
        que éste, ya para los dieciocho años, hablara en público con admiración
        de todos los oyentes. Firmo y Eugenia enviaron entonces a Fermín a
        Tolosa, poniéndole bajo la dirección de Honorato, obispo y sucesor de
        Saturnino. Este, no menos admirado del talento y de la prudencia de Fermín,
        venciendo su modestia, le ordenó presbítero, consagrándolo después
        obispo de Pamplona, su ciudad natal.
        
   El celo evangelista de Fermín
        en su tierra navarra emparejaba con el de su antecesor Saturnino. Al
        conjuro de la palabra entusiasta de Fermín los templos paganos se
        arruinaban sin objeto y los ídolos hacíanse pedazos: en poco tiempo el
        territorio fue llenándose de fervorosos cristianos.
        
   Las devociones fundamentales
        de San Fermín eran precisamente las devociones fundamentales, dicho sea
        sin ánimo de paradoja: la Santísima Trinidad y la Santísima Virgen
        María. Invocando a la Santísima Trinidad, la devoción de las
        devociones, operaba milagros tan prodigiosos que los gentiles en Navarra
        y en las Galias llegaron a mirarle como un dios. Vamos a dejar a un lado
        la leyenda. Digamos en lenguaje actual que el amor de Dios inflamaba el
        alma de Fermín en una caridad milagrosa.
        
   Fermín, después de ordenar
        suficiente número de presbíteros en su tierra, pasó a las Galias,
        cuyas regiones reclamaban el entusiasmo del joven obispo, pues a la sazón
        ardía en ellas furiosa la persecución. La indiferencia ante la
        persecución constituía en Fermín otra manera de predicar y no
        precisamente la menos eficaz. Los paganos de Agen, de la Auvernia, de
        Angers, de Anjou, en el corazón de las Galias, y también en Normandía,
        quedaban admirados de aquella presencia que daba sereno testimonio de
        Cristo, indiferente a todos los peligros. El ansia tranquila del
        martirio movía a Fermín.
        
   Esta ansia dirigió a Fermín
        hacia Beauvais, donde el presidente Valerio sostenía una crudelísima
        persecución contra todo lo que tuviera nombre de cristiano. Fermín,
        encerrado muy a poco de llegar, hubiese muerto en la prisión, víctima
        de durísimas privaciones y sufrimientos, de no haber acaecido la muerte
        de Valerio, circunstancia que el pueblo creyente aprovechó para ponerlo
        en libertad. La fama de su entereza moral y su gesto de comenzar a
        predicar públicamente a Jesucristo tan pronto como salió de la cárcel
        movieron en aquélla ocasión eficazmente el corazón de muchos paganos,
        que juntamente con los viejos cristianos, contagiados todos ellos del
        entusiasmo de Fermín, edificaron iglesias por todo el territorio.
        
   A Fermín, infatigable, se
        le señala en la Picardia y más tarde, de regreso de una correría por
        los Países Bajos, otra vez en la ciudad de Amiéns, capital de aquella
        región, en donde había de encontrar gloriosa muerte. La cercanía
        intuida del martirio acrecentó más todavía su santa indiferencia y el
        entusiasmo de Fermín, ya incontenible en su empeño de predicar a
        Jesucristo. Por otra parte, la fe de Fermín seguía operando prodigios
        asombrosos, comparables a los de los primeros apóstoles.
        
   El pretor de Amiéns,
        alarmado de aquel ascendiente, llamó a su presencia a Fermín; pero,
        prendado de su persona y de la sinceridad de sus palabras, mandó
        ponerle en libertad. Pero, como Fermín insistiera en predicar al pueblo
        la fe en Cristo, el pretor, volviendo de su acuerdo, ordenó encerrarlo
        en la prisión. La agitación del pueblo creyente, mal resignado con
        esta medida, determinó un miedoso y cruel impulso del pretor: mandó
        cortar la cabeza a San Fermín en la misma cárcel. En medio de la
        consternación de los cristianos un tal Faustiniano, convertido por San
        Fermín, tuvo el valor de atreverse a rescatar el cuerpo decapitado para
        enterrarlo provisionalmente en una de sus heredades, y más tarde, con
        todo sigilo, trasladó los restos de aquel gran devoto de María a una
        iglesia que el mismo San Fermín había dedicado a la Santísima Virgen.
        
 JOSÉ
        DE ARTECHE 
*Año
    Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966