LA ASCENSION DE NUESTRO SEÑOR [*]

La inefable 
sucesión de los  misterios del Hombre-Dios está a punto de recibir su 
último complemento. Pero  el gozo de la tierra ha subido hasta los 
cielos; las jerarquías angélicas se  disponen a recibir al jefe que les 
fue prometido, y sus príncipes están esperando  a las puertas, prestos a
 levantarlas cuando resuene la señal de la llegada del  triunfador. Las 
almas santas, libertadas del limbo hace cuarenta días, aguardan  el 
dichoso momento en que el camino del cielo, cerrado por el pecado, se 
abra  para que puedan entrar ellas en pos de su Redentor. La hora 
apremia, es tiempo  que el divino Resucitado se muestre y reciba los 
adioses de los que le esperan  hora por hora y a quienes El dejará aún 
en este valle de lágrimas, 
EN EL CENÁCULO.
 — Súbitamente  aparece en medio del Cenáculo. El corazón de María ha 
saltado de gozo, los  discípulos y las santas mujeres adoran con ternura
 al que se muestra aquí abajo  por última vez. Jesús se digna tomar 
asiento en la mesa con ellos; condesciende  hasta tomar parte aún en una
 cena, pero ya no con el fin de asegurarles su  resurrección, pues sabe 
que no dudan; sino que en el momento de ir a sentarse a  la diestra del 
Padre, quiere darles esta prueba tan querida de su divina  familiaridad.
 ¡Oh cena inefable, en que María goza por última vez en este mundo  del 
encanto de sentarse al lado de su Hijo, en que la Iglesia representada 
por  los discípulos y por las santas mujeres está aún presidida 
visiblemente por su  Jefe y su Esposo!
                        ¿Quién  podría expresar el 
respeto, el recogimiento, la atención de los comensales y  describir sus
 miradas fijas con tanto amor sobre el Maestro tan amado? Anhelan  oír 
una vez más su palabra; ¡les será tan grata en estos momentos de  
despedida!... Por fin Jesús comienza a hablar; pero su acento es más 
grave que  tierno. Comienza echándoles en cara la incredulidad con que 
acogieron la  noticia de su resurrección en el momento[1]de confiarles la más imponente  misión que 
haya sido transmitida a los hombres, quiere invitarles a la  humildad. 
Dentro de pocos días serán los oráculos del mundo, el mundo creerá  sus 
palabras y creerá lo que él no ha visto, lo que sólo ellos han visto.
La fe pone a los hombres en relación con Dios; y esta fe no la han tenido, desde el principio, ellos mismos: Jesús quiere recibir de ellos la última reparación por su incredulidad pasada, a fin de establecer su apostolado sobre la humildad.
La fe pone a los hombres en relación con Dios; y esta fe no la han tenido, desde el principio, ellos mismos: Jesús quiere recibir de ellos la última reparación por su incredulidad pasada, a fin de establecer su apostolado sobre la humildad.
LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO.
 Tomando  enseguida el tono de autoridad que a él sólo conviene, les 
dice: "Id al  mundo entero, predicad el Evangelio a toda creatura. El 
que crea y se bautice,  se salvará; el que no crea, se condenará"[2].
 Y  esta misión de predicar el Evangelio en el mundo entero; ¿cómo la 
cumplirán?  ¿Por qué medio tratarán de acreditar su palabra? Jesús se lo
 indica: "He  aquí los milagros que acompañarán a los que creyeren: 
arrojarán los demonios en  mi nombre; hablarán nuevas lenguas; tomarán 
las serpientes con la mano; si bebieren  algún veneno, no les dañará; 
impondrán sus manos sobre los enfermos, y los  enfermos sanarán" [3]
Quiere que el milagro sea el 
 fundamento de su Iglesia como El mismo lo escogió para que fuese el 
argumento  de su misión divina. La suspensión de las leyes de la 
naturaleza anuncia a los  hombres que el autor de la naturaleza va a 
hablar; a ellos sólo les toca  entonces escuchar y someterse 
humildemente.
He  aquí pues a estos hombres
 desconocidos del mundo, desprovistos de todo medio  humano, investidos 
de la misión de conquistar la tierra y de hacer reinar en  ella a 
Jesucristo. El mundo ignora hasta su existencia; sobre su trono,  
Tiberio, que vive entre el pavor de las conjuraciones no sospecha en 
absoluto  esta expedición de un nuevo género que va a abrirse y llegará a
 conquistar al  imperio romano. Pero a estos guerreros les hace falta 
una armadura, y una  armadura de temple celestial. Jesús les anuncia que
 están para recibirla.  "Quedaos en la ciudad, les dice, hasta que 
hayáis sido revestidos de el  poder de lo alto"[4].
 ¿Cuál  es, pues, esta armadura? Jesús se lo va a explicar. Les recuerda
 la promesa del  Padre, "esta promesa, dice, que habéis oído de mi boca.
 Juan ha bautizado  en agua; pero vosotros, dentro de pocos días, seréis
 bautizados en el Espíritu  Santo"[5]. 
HACIA EL MONTE DE LOS OLIVOS.
 — Pero la hora de la separación ha  llegado. Jesús se levanta y todos 
los asistentes se disponen a seguir sus  pasos. Ciento veinte personas 
se encontraban reunidas allí con la madre del  triunfador que el cielo 
reclamaba. El Cenáculo estaba situado sobre el monte Sion,  una de las 
colinas que cerraba el cerco de Jerusalén. El cortejo atraviesa una  
parte de la ciudad, dirigiéndose hacia la puerta oriental que se abre 
sobre el  valle de Josafat. Es la última vez que Jesús recorre las 
calles de la ciudad  réproba. Invisible en adelante a los ojos de este 
pueblo que ha renegado de Él,  avanza al frente de los suyos, como en 
otro tiempo la columna luminosa que  dirigió los pasos del pueblo 
israelita.
¡Qué bella e imponente es esta marcha de María, de los discípulos y de las santas mujeres, en pos de Jesús que no debe detenerse más que en el cielo, a la diestra del Padre! La piedad de la edad media la celebraba en otro tiempo por una solemne procesión que precedía a la Misa de este gran día. Dichosos siglos, en que los cristianos deseaban seguir cada uno de los pasos del Redentor y no sabían contentarse, como nosotros, de algunas vagas nociones que no pueden engendrar más que una piedad vaga como ellas.
LA ALEGRÍA DE MARÍA.-—Se
  pensaba también entonces en los sentimientos que debieron ocupar el 
corazón de  María durante los últimos instantes que gozó de la presencia
 de su hijo. Se  preguntaba qué era lo que más pesaba en su corazón 
maternal, si la tristeza de  no ver más a Jesús, o la dicha de sentir 
que iba por fin a entrar en la gloria  que le era debida. La respuesta 
venía al punto al pensamiento de esos  verdaderos cristianos, y nosotros
 también, nos la damos a nosotros mismos. ¿No  había dicho Jesús a sus 
discípulos: "¿Si me amaseis, os alegraríais de que  fuese a mi Padre"[6]. Ahora bien, ¿quién amó más a Jesús que María? 
El corazón de la madre estaba
 pues alegre en el momento de este inefable adiós. María no podía pensar
 en sí misma, cuando se trataba del triunfo debido a su hijo y a su 
Dios. 
Después de las escenas del 
Calvario, podía ella aspirar a otra cosa que a ver al fin glorificado al
 que ella conocía por el soberano Señor de todas las cosas, al que ella 
había visto tan pocos días antes, negado, blasfemado, expirando en medio
 de los dolores más atroces. 
El cortejo ha atravesado el 
valle de Josafat y ha pasado el torrente del Cedrón; se dirige por la 
pendiente del monte de los Olivos. ¡Qué recuerdos vienen a la memoria! 
Este torrente, del que el Mesías había bebido el agua fangosa en sus 
humillaciones, se ha convertido hoy para El en el camino de la gloria. 
Así lo había anunciado David[7].
 Se deja a la izquierda el huerto que fué testigo de la Agonía, la gruta
 en que fué presentado a Jesús y aceptado por El el cáliz de todas las 
expiaciones del mundo. 
Después de haber franqueado 
un espacio que San Lucas calcula como el que les era permitido recorrer a
 los judíos en día de Sábado, se llega al terreno de Betania a esta 
aldea en que Jesús buscaba la hospitalidad de Lázaro y de sus hermanas. 
Desde este rincón del monte de los Olivos se dominaba Jerusalén que 
aparecía majestuosa con su templo y sus palacios. Esta vista emocionó a 
los discípulos. La patria terrestre hace aún palpitar el corazón de 
estos hombres; por un momento olvidan la maldición pronunciada sobre la 
ingrata ciudad de David, y parecen no acordarse ya de que Jesús acaba de
 hacerles ciudadanos y conquistadores del mundo, entero. El delirio de 
la grandeza mundana de Jerusalén les ha seducido de repente y osan 
preguntar a Jesús su Maestro: "Señor, ¿es este el momento en que 
establecerás el reino de Israel?" 
Jesús responde a esta 
pregunta indiscreta: "No os pertenece saber los tiempos y los momentos 
que el Padre ha reservado a su poder." Estas palabras no quitaban la 
esperanza de que Jerusalén fuese un día reedificada por Israel 
convertido al cristianismo; pues este restablecimiento de la ciudad de 
David no debía tener lugar más que al fin de los tiempos, y no era 
conveniente que el Salvador diese a conocer el secreto divino. La 
conversión del mundo pagano, la fundación de la Iglesia, era lo que 
debía preocupar a los discípulos. Jesús les lleva inmediatamente a la 
misión que les dió momentos antes: "Vais a recibir, les dice, el poder 
del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos 
en Jerusalén, en toda la Judea y Samaría y hasta los confines de la 
tierra"[8]. 
LA ASCENSIÓN AL CIELO. — Según una tradición que remonta a los primeros siglos del cristianismo[9],
 era el medio día la hora en que Jesús fué elevado sotare la cruz 
cuando, dirigiendo sobre la concurrencia una mirada de ternura que debió
 detenerse con complacencia filial sobre Actas, María, elevó las manos y les bendijo a todos. En este momento sus pies se desprendieron de la tierra y se elevó al cielo [10]. Los asistentes le seguían con la mirada; pero pronto entró en una nube que le ocultó a sus ojos[11]. 
Los discípulos tenían aún los
 ojos fijos en el cielo, cuando, de repente, dos Angeles vestidos de 
blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: "Varones de Galilea, 
¿porqué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que os ha dejado para 
elevarse al cielo vendrá un día de la misma manera que le habéis visto 
subir"[12].
 Del mismo modo que el Salvador ha subido, debe el Juez descender un 
día: todo el futuro de la Iglesia está comprendido en estos dos 
términos. Nosotros vivimos ahora bajo el régimen del Salvador; pues nos 
ha dicho que "el hijo del hombre no ha venido para juzgar al, mundo, 
sino para que el mundo sea por El salvado"[13].
 Y con este fin misericordioso los discípulos acaban de recibir la 
misión de ir por toda la tierra y de convidar a los hombres a la 
salvación, mientras tienen tiempo. 
¡Qué inmensa es la tarea que 
Jesús les ha confiado, y en el momento en que van a dar comienzo a ella 
Jesús les abandona! Les es preciso descender solos del monte de los 
Olivos de donde ha partido El para el cielo, Su corazón, sin embargo, no
 está triste; tienen con ellos a María, y la generosidad de esta madre 
incomparable se comunica a sus almas. Aman a su Maestro; su dicha en 
adelante consistirá en pensar que ha entrado en su descanso. 
Los discípulos entraron de nuevo en Jerusalén "llenos de una viva alegría", nos dice S. Lucas[14],
 expresando por esta sola palabra uno de los caracteres de esta ñesta de
 la Ascensión, impregnada de una tan dulce melancolía, pero que respira 
al mismo tiempo más que cualquier otra alegría y el triunfo. Durante su 
Octava, intentaremos penetrar los misterios y presentarla en toda su 
magnificencia; hoy nos limitaremos a decir que esta solemnidad es el 
cumplimiento de todos los misterios del Redentor y que ha consagrado 
para siempre el jueves de todas las semanas, día tan augusto por la 
institución de la santa Eucaristía. 
RITOS ANTIGUOS.
 — Hemos hablado de la procesión solemne por la cual se celebraba, en la
 edad media, la partida de Jesús y de sus discípulos al monte de los 
Olivos; debemos recordar también que en este día se bendecía 
solemnemente el pan y los frutos nuevos, en memoria de la última comida 
que el Salvador tomó en el Cenáculo. Imitemos la piedad de estos tiempos
 en que los cristianos tenían a pecho el recoger los menores rasgos de 
la vida del Hombre-Dios y de apropiárselos, por decirlo así, 
reproduciendo en su modo de vivir todas las circunstancias que el santo 
Evangelio les revelaba. Jesucristo era verdaderamente amado y adorado en
 esos tiempos en que los hombres se acordaban sin cesar que es el 
soberano Señor. Actualmente, es el hombre quien reina con sus peligros y
 riesgos. Jesucristo es rechazado en lo íntimo de la vida privada. Y por
 tanto, tiene derecho a ser nuestra preocupación de todos los días y de 
todas las horas. 
Los Angeles dijeron a los 
Apóstoles: "Del mismo modo que le habéis visto subir, así bajará un 
día." ¡Ojalá le hubiésemos amado y servido durante su ausencia con 
suficiente diligencia, para que pudiésemos soportar sus miradas cuando 
aparezca!
[*] "El
 Año Litúrgico" de DOM PROSPERO GUERANGUER ABAD DE SOLESMES, PRIMERA 
EDICION ESPAÑOLA TRADUCIDA Y ADAPTADA PARA LOS PAISES HISPANO-AMERICANOS
 POR LOS MONJES DE SANTO DOMINGO DE SILOS 1954 EDITORIAL ALDECOA DIEGO 
DE SILOS, 18 BURGOS 
[1] S. Marc. XVI, 14.
[2] Marc. XVI, 13-1
[3] Ib. 17-18.
[4] S. Luc., XXIV, 49.
[5] Actas, 1.
[6] S. Juan, XIV, 28
[7] Ps., CJX, 7.
[8] Actas, 1. 6-8.
[9] 2 Oonst. aaost. 1, V, c. XIX,
[10] S. Lucas, XXIV, 51.
[11] 2 Act., I, 9.
[12] 3 Actas, 1, 10-11.
[13] S, Juan, III, 17,
[14] 8, Luc-, XXIV, 52.
 
              
[1] S. Marc. XVI, 14.
[2] Marc. XVI, 13-1
[3] Ib. 17-18.
[4] S. Luc., XXIV, 49.
[5] Actas, 1.
[6] S. Juan, XIV, 28
[7] Ps., CJX, 7.
[8] Actas, 1. 6-8.
[9] 2 Oonst. aaost. 1, V, c. XIX,
[10] S. Lucas, XXIV, 51.
[11] 2 Act., I, 9.
[12] 3 Actas, 1, 10-11.
[13] S, Juan, III, 17,
[14] 8, Luc-, XXIV, 52.
Fuente:  http://misa-tridentina.com.ar/tiempo-pascual/ascension.html#fn13